En las constituciones democráticas se proclama con cierta unanimidad el principio de que la soberanía nacional reside en el pueblo. Pero, como sabemos, en el ámbito político la soberanía no la ejercen los ciudadanos de forma directa, sino a través de representantes, que sólo responden cada cierto tiempo ante sus electores.

Y puede suceder que en este ínterin el pueblo no se sienta bien representado. En estos casos, la opinión pública y la protesta popular pueden servir para hacer patente el malestar y promover la iniciativa legislativa que propicie el cambio.

Sin embargo, últimamente, para alcanzar tales fines algunos ciudadanos están poniendo en práctica el recurso del escrache. Más allá del origen semántico de la palabra, sabemos que el escrache surge en Argentina, en los años críticos de la dictadura militar, y consistía en una protesta pacífica frente a domicilios de altos cargos.

Para los que lo justifican, el escrache es la evidencia de la frustración de los ciudadanos; es la expresión del desencanto del pueblo por su impotencia frente al abandono de los poderes públicos. En suma, encarna la legitimidad moral del pueblo para promover el cambio de una política que no satisface.

El escrache no es una práctica ilegal. Se basa en la libertad de expresión o manifestación. Pero el escrache tiene un límite. Y cuando en su ejercicio no se guarda el necesario equilibrio y no se respetan los derechos contrarios, se convierte en ilegal, porque implica coacción o violencia.

Está claro que este tipo de protestas resulta controvertido. El escrache nace en periodos de dictaduras, y en el fondo pretende ejercer una coacción, aunque sólo sea moral, sobre el que lo recibe. Por ello, en un sistema democrático es más recomendable que la modificación de las leyes o el cambio político se promuevan a través de los cauces legalmente establecidos. Pero, a veces, el escrache no deja de ser un triste remedio, un último recurso, para luchar contra la insensibilidad de la clase política.