TUtn año después de la puesta en marcha del tasímetro judicial, la conclusión es que los efectos han sido aún más perniciosos de lo que se esperaba. No se ha alcanzado ninguno de los objetivos que pregonaba el ministro impulsor de la idea: no se ha modernizado la justicia; la recaudación no va a destinarse a la mejora de la justicia gratuita, ni de la Justicia en general, ya que ha disminuido la dotación para ese Ministerio en los presupuestos, e incluso la recaudación ha sido más baja de lo esperado porque muchos españoles no han podido acceder a los tribunales.

La implantación de tasas indiscriminadas tampoco ha servido para penalizar el mal uso o el abuso de la justicia. Se ha penalizado, por el contrario, a las clases medias y bajas, que ahora tienen más dificultades para ejercitar sus derechos. Sirva de ejemplo la cantidad de personas atrapadas por las preferentes. También se favorece a la Administración, que está exenta, y en cambio los ciudadanos deben abonarlas para poder defenderse de la arbitrariedad administrativa.

La ley de tasas ha sido cuestionada por ciudadanos, profesionales y también por los propios tribunales, y se han planteado recursos y cuestiones de inconstitucionalidad ante la evidencia de que la norma puede conculcar derechos fundamentales, como la tutela judicial efectiva, la igualdad o el principio de capacidad económica.

Lo cierto es que la tasa judicial, según argumentó un jurista inglés, es la más injusta de todas las tasas. La mayoría de los impuestos suelen serlo sobre la riqueza, es decir, gravan renta o consumo. En cambio, la tasa judicial es un gravamen sobre la necesidad, ya que se impone cuando una persona necesita reclamar un derecho que alguien le niega. Un impuesto sobre el pan puede ser injusto, pero el mismo no te impide adquirir alguna cantidad de pan u otro alimento. Por el contrario, la tasa judicial, si te veda el acceso a los tribunales, no te permite obtener ni siquiera un ápice de justicia. Triste país en el que hasta por la justicia hay que pagar.