TNto es nuevo que la gestión de la crisis económica, tanto a nivel español como comunitario, no está siendo nada afortunada. El anterior Gobierno comenzó por negarla. Pensó que era de menor entidad y que tenía un origen exclusivo en la burbuja inmobiliaria. Para atajarla, se propuso el Plan E, que debería reactivar el sector y sacarnos de la atonía económica. La inyección monetaria resultó un espejismo. De ahí lo de los brotes verdes. El efecto fue perverso: aumentó el déficit.

La oposición criticó esas medidas y, con la promesa de crear empleo y reducir impuestos, el pueblo español otorgó una nueva mayoría. El actual Gobierno, ante la evidencia de una crisis sistémica, pronto se olvida de sus promesas e incurre también en el error de gestionar de forma inadecuada la crisis. Inducido por la Unión Europea y el FMI, centra la política económica en la reducción del déficit. El ajuste se hace recortando inversiones, a la par que se aumentan los impuestos. El resultado ha sido nefasto: recesión económica, aumento del desempleo y no se ha logrado reducir el déficit de forma aceptable. Para comprobar estos fracasos sólo hay que observar los continuos cambios de objetivos del Gobierno. Sus últimas previsiones nos llevan a considerar que en esta legislatura no se creará empleo y la salida de la crisis se pospone.

A lo anterior hay que añadir que el crédito continúa inaccesible. La mayoría de las cajas están hechas unos zorros y la banca, pese a las ayudas recibidas, prefiere comprar bonos con altos rendimientos y no arriesgar en préstamos a pymes y familias.

Ante este panorama parece difícil ser optimista. No obstante, hay soluciones. Entre otras medidas, acometer una reducción del déficit más racional y fomentar las inversiones en sectores productivos, así como potenciar las ayudas a emprendedores. Y, si el dinero no fluye, pensar que el Estado tiene un sector bancario, procedente de las cajas de ahorros nacionalizadas, con el que se debe facilitar el acceso al crédito. Todo menos la desesperanza.