TEtn la República de Platón, el gobierno del Estado se reserva a los mejores; es decir, a los hombres y mujeres más virtuosos de la comunidad. En las tradiciones hindúes, para acceder al gobierno de un pueblo, el candidato tenía que dar suficientes pruebas de haber sido, primero, un buen hijo, después, un buen padre y siempre un buen profesional en su oficio, lo que en palabras de nuestro tiempo equivaldría a ser una "persona honesta y trabajadora". Si hoy exigiéramos estos requisitos a los políticos, estamos seguros de que se reduciría sensiblemente la nómina.

En todo pensamiento filosófico subyace la idea de la virtud en la política; la idea del servicio al pueblo. Y, para poner límites a las actuaciones de los cargos públicos, se tipifican como delitos las conductas que se consideran más reprobables. Pero ello no quiere decir que no haya otras acciones que, aunque no estén prohibidas legalmente, no se consideren moralmente censurables. Existe una estética de la política. Por encima de la ley está la ética; por encima de la norma está el buen ejemplo. De ahí lo de la mujer del César.

Actualmente, la clase política para justificar sus actos intenta identificar ética y ley. De esta forma, se considera legítimo y ético todo lo que entra dentro de la legalidad. De ahí que el pueblo llano se escandalice ante conductas que, siendo legales, chocan con sus principios éticos o estéticos.

Viene esto a cuento por las últimas noticias relativas a conocidos hombres públicos que, tras haber tenido responsabilidades en gobiernos que privatizan servicios, acceden legalmente a los consejos de administración de las compañías privatizadas.

La política tiene que ser, ante todo, un compromiso con los demás, y debe basarse en comportamientos éticos. Por ello, es obvio que, si determinados actos repugnan a la sociedad, habrá que modificar la norma para adecuarla a la conciencia colectiva del pueblo, no a la conciencia de la clase política, pues la ley, además de un contenido ético, debe tener una apariencia estética.