TLtas disonancias que han surgido en los gobiernos europeos con ocasión de la crisis de los refugiados y los últimos atentados terroristas plantean algunos interrogantes. En primer lugar, resulta paradójico que, pese a las tareas comunes que aparecen en el horizonte de la UE, sus líderes solo se preocupen de escenificar una política de gestos y de declaraciones rancias. Diríase que los problemas no atañen a todos, sino que cada uno quiere afrontar los propios. La europeidad que durante años se tenía como una empresa colectiva ha perdido hoy el poder de impulsar un futuro común. La política europea ha dejado de ser dinámica y se ha vuelto estática.

Por otra parte, la idea de una Europa unida, que hasta ahora era el viento que impelía al viejo continente hacia un destino común de libertad, igualdad y bienestar, se está quedando en una mera entelequia. Sus líderes solo se ocupan de lo doméstico y olvidan ese objetivo de vida en común.

Y esa propensión a dar prioridad a lo particular frente a lo general se manifiesta también en la defensa de ciertos derechos. Estamos más preocupados por los derechos individuales que por los colectivos. Cada día escuchamos más lamentos sobre la pérdida de derechos de privacidad o libertad de expresión e información. Y no nos damos cuenta de que estos derechos, por seguridad, deben quebrar ante los intereses comunes. Por eso, en situaciones graves, como es la actual amenaza terrorista, debe primar el bien común frente al bienestar individual. El propio Tribunal de Justicia de la UE tiene reconocido la existencia de límites a los derechos fundamentales, ya que no constituyen prerrogativas absolutas.

Vivimos en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la paridad entre mujeres y hombres, en la que es tendencia la universalización de los derechos públicos subjetivos y su extensión a todos los ciudadanos, incluido extranjeros. Pero el pleno disfrute de los derechos solo será posible si tomamos conciencia de que la defensa a ultranza de los mismos, sin límites, supone una rémora más que un impulso.