Siempre he defendido, porque lo creo de verdad, que el eje vertebrador y la esencia de nuestra especie, como sociedad, es la educación, aunque no sólo.

Sin embargo, las muestras generales de su ausencia son cada vez más evidentes. Sobre todo hoy, cuando lo digital permite desinhibirse hasta desnudar las tripas del interlocutor que opine diferente a nosotros, escudados tras nuestro dispositivo electrónico, crispados y sin visos de civismo, fruto de esta fatal crisis global.

Es ahora, en este perturbador y complicado escenario, cuando llega una nueva reforma de la Ley de Educación, (precisamente en la misma fecha que se celebra el Día Mundial de la Filosofía, más necesaria ahora que nunca), que engloba muy importantes y diversos aspectos educativos, pero también sociales y económicos, cuyas disposiciones (siempre decisión de unos pocos) afectan, directa o indirectamente, a todos.

Factores tan universales y derechos fundamentales como la igualdad y la equidad que, ahora mismo y a pesar de las buenas intenciones sobre el papel, no son reales de facto en nuestro día a día, y que, en la práctica, distan bastante de convertirse en hechos. Pues no es sólo la educación la responsable de lograrlas, sino la sociedad en general y cada uno de nosotros, en particular.

Partiendo de esas carencias reales, más acusadas y evidenciadas a partir del decreto del estado de alarma y en adelante, es obvia la necesidad de implicación y voluntad de todos para establecer un diálogo que facilite acuerdos beneficiosos para la mayoría, sin perjuicio del resto. Al parecer, inviable en el espectáculo de circo del que somos testigos, cuyos payasos y demás actores mienten, interpretando las palabras a su conveniencia, tergiversando su significado, siempre bajo la lupa de su signo político o creencias, exigiendo al resto adhesiones inquebrantables y, en ningún caso, por el bien de dicha mayoría, democráticamente hablando.

En esta sociedad de la desinformación dice el proverbio: ”El que nada duda, nada sabe”, debemos dudar, preguntarnos, contrastar las fuentes de las que nos nutrimos para formar un criterio propio y utilizar más que nunca nuestra capacidad de discusión, defender la postura sin intentar imponerla, con apertura y disposición suficientes para cambiarla sin prejuicios o remordimiento.

Veritas vincit.