Se pasea entre nosotros acompañándonos desde que nacemos. Y, antes o después, se hace presente. A veces de modo esperado, otras sigilosamente y, las peores, de improviso. Campa a sus anchas sin miramientos en hospitales, residencias de ancianos y allí donde haya vida y, aunque en ocasiones la intuimos, no podemos verla. Hay quienes la temen inexplicablemente como método de defensa ante su inexorable existencia y hasta hallamos un gran número de personas que la desean, buscan y la provocan en otros o, en sí mismos, cansados de esperarla.

El ser humano ha creado multitud de eufemismos para referirse a ella de modo más liviano y llevadero, pues es verdad que, al igual que del amor, hablamos poco y casi de soslayo, con cautela y bajito, para no “llamarla”. Preferimos hablar de la vida y las múltiples posibilidades tras su paso, reales o no, en un intento de apaciguar ese color negro de maldad con que la pintan y dar esperanza a los vivos con alguna hipotética continuidad vital, que haga más tolerable la pérdida y la cruda realidad que nos acecha y que, tarde o temprano, llegará.

Por regla general solo somos capaces de comentar aspectos relacionados con el cuerpo físico, aportando información sobre estados fisiológicos o procesos científicos que no alcanzan a abarcar su total dimensión. Sólo desde la religión o en petit comité nos aventuramos a abrir el alma y dejar salir a través de palabras todo lo que la trasciende.

Es cruel, carece de empatía y no hace ninguna clase de distinción en su elección ante cualquier forma de vida. Por esto deja esa terrible desolación cuando es inesperada por temprana y sorpresiva, arrebatándonos a nuestros seres queridos vilmente y dejándonos destrozados y profundamente solos, aunque estos sólo sean pensamientos egoístas de quienes nos quedamos aquí, pues, al fin y al cabo, pensamos que quienes más pierden han sido ellos, aunque nuestro deseo sea que estén mejor que estaban, como Pilar y tantas buenas personas que no merecían privarles de más años de vida y de sus seres queridos.

Tal vez si habláramos más de ella, si no la silenciáramos hasta convertirla en tabú, afrontaríamos su presencia de un modo menos devastador, más llevadero y el impacto en nuestro ser no sería tan doloroso, porque, al fin y al cabo la muerte es, probablemente, la única cosa inevitable de la vida.