Últimamente he escuchado en demasiadas ocasiones las diferencias (un tanto despectivas) entre las personas cuyo origen es un pueblo y entre los que provienen o han vivido siempre en ciudad. Y no puedo por menos que sentir lástima, porque verdaderamente no saben lo que se han perdido (sin menospreciar por supuesto su infancia, diferente).

El caso es que no han podido disfrutar de las noches de fiestas con verbena, en julio y agosto, en las que bailar un pasodoble imitando a los adultos sin miedo al ridículo o al qué dirán; bañarte por las tardes sin aglomeraciones agobiantes en las cristalinas aguas de la garganta donde ves el fondo sin sumergirte, mientras por el camino te vas llevando a la boca zarzamoras gordas y maduritas que te dejan la lengua morada, o higos directamente de la higuera y al alcance de la mano; ir corriendo de un extremo al otro del pueblo y pasar por casa de los abuelos a echar un trago de agua bien fresquita de la tinaja que, de toda la vida tenían en el patio, cubierta con una tapa de madera y dejar la jarrita allí lista para la próxima parada poco rato después; llevar a cabo el rito de iniciación de ‘pasar’ por el pilón cuando eres quinto, al que muy amablemente y entre risas te tiran tus amigos; salir hacia la plaza y en el recorrido encontrarte con más de un familiar, que ni sabes cómo se llama, pero que te reconoce por el parecido y dándote dos besos espachurraos te dice: ‘Tú eres de Quico ‘El Bola’, ¿a que sí? Y orgullosa contestar: ‘¡y a mucha honra!’, para acto seguido reírse mientras se lleva la mano a la faltriquera y te suelta alguna perrina para las fiestas.

Y en esta época, subirte a la Atalaya (en mi caso en Arroyomolinos de la Vera) o al punto más alto del terreno para contar las lágrimas de San Lorenzo y pedir un deseo con cada estrella fugaz, sin atisbo de contaminación luminosa, pidiendo que se cumpliera alguna de tantas primeras veces que vivir.

Esas juntas de toda la familia para llevar a cabo tareas laboriosas como las matanzas o las bodas, que duraban tres días o más y en el que el papel de la mujer era pieza clave en todo el proceso, pelando ajos, partiendo tripas, etc., en el caso de la primera, y haciendo dulces que se repartirían entre los allegados por todo el pueblo con un cesto.

Quienes sean de pueblo me entenderán perfectamente, porque yo lo soy ¡y a mucha honra!