La necesidad de una profunda reforma de la Administración concita cierta unanimidad. En tiempos de crisis se impone hacer esfuerzos para buscar la eficiencia en la gestión y el ahorro de gastos innecesarios. Un análisis del panorama de nuestro país revela la existencia de duplicidades administrativas, excesivas trabas burocráticas, innumerables organismos sin funciones definidas y multitud de cargos públicos con prebendas escandalosas.

En definitiva, la conciencia popular cree que los engranajes del Estado no funcionan bien. Por tanto, es lógico pensar que necesitamos establecer un poso de cordura y racionalidad, y hacer una poda fecunda en el entramado administrativo que nos permita hacer más ágil y económico su funcionamiento. Desde esta perspectiva se ha acogido con esperanzas el anuncio del Gobierno de reformar la Administración.

Sin embargo, el proyecto se ha presentado sin consenso. Y como la mayoría de las medidas corresponde adoptarlas a las Comunidades Autónomas, es fácil deducir que puede quedarse en buenos propósitos y mero anuncio mediático si no se logra un pacto entre los principales partidos.

Pero, además de reformar la Administración, necesitamos reordenar el Estado. En el proceso democratizador hemos confundido descentralización con democracia. Cuantas más competencias se transferían a las comunidades autónomas, más progresista se consideraba el proceso; cuantos más órganos se creaban, más trasparente. Y así nuestro país se ha llenado de instituciones inútiles e inoperantes. La reciente crisis económica y los problemas de corrupción demuestran que crear tantos órganos sirve para muy poco.

La necesidad de reordenar la Administración debe suponer la reafirmación en una democracia real y participativa. La reforma no debe consistir en destruir empleo público necesario, sino en podar órganos políticos parasitarios, y acometer una labor que permita profundizar en una democracia más efectiva y en mantener el Estado del bienestar.