La buena o mala gestión de un cargo público afecta en gran medida a la marcha de la economía de un país. De donde podemos concluir que las acciones de nuestros dirigentes repercuten positiva o negativamente en el bienestar de los ciudadanos.

Si ello es así, es de pura lógica que los electores puedan controlar esas conductas. Los actos más reprobables suelen tipificarse como delitos en el Código Penal. Pero no existe una norma que permita a los ciudadanos exigir responsabilidades por los daños causados cuando un político, aun sin incurrir en delito, no actúe con la diligencia debida en el desempeño de sus funciones.

Por tanto, nuestros representantes, que disfrutan de amplias competencias para gastar --derrochar-- nuestros impuestos, y que pueden fijar sus propias retribuciones y prebendas, no quedan sometidos a un régimen de responsabilidad que permita a los ciudadanos exigir el resarcimiento de daños y perjuicios por la mala gestión de un cargo público.

En el ámbito jurídico existe el principio de que todo representante debe responder ante su representado. En cambio, para nuestros políticos es suficiente someterse cada cuatro años al refrendo electoral. Esto no debiera bastar. Un administrador de una sociedad mercantil se somete a la remoción de la junta general y, sin embargo, de sus actos también pueden derivarse consecuencias jurídicas.

La posibilidad de exigir este tipo de responsabilidades podría cumplir dos fines: uno preventivo, que influiría en la conducta de los cargos públicos, induciéndoles a cumplir lealmente sus compromisos; y otro indemnizatorio, que tendería a resarcir los daños causados. La teoría de los intereses difusos resolvería posibles problemas de legitimación.

A pesar de lo lógico del argumento, no creo que ningún partido se atreva a llevar en su programa una propuesta semejante. Y si alguno lo hiciera, es seguro que después no la pondría en práctica. Es más fácil prometer que comprometerse.