La adopción del euro como moneda fue acogida favorablemente por la inmensa mayoría de los españoles. Suponía un paso más en la integración europea. Se abría un espacio mayor de libertad y progreso. Ahora han cambiado los presupuestos y, ante las nefastas experiencias de Chipre y Portugal, comienzan a oírse voces discrepantes que propugnan como solución la salida del euro.

Se sostiene que abandonar el euro nos permitiría devaluar nuestra moneda, lo que obviamente nos haría ganar competitividad frente a otras economías y evitaría proseguir por la senda de los recortes y la pérdida de derechos sociales.

Además, al devaluar la moneda, con una mano de obra comparativamente más barata, tendríamos un producto final a menor coste, lo que permitiría incrementar las exportaciones y reducir la importaciones. El consumo interno crecería. El problema inmobiliario también se paliaría, ya que disminuirían comparativamente los precios en relación con otros países, lo que supondría atraer más inversores extranjeros. En suma, permitiría a un país en recesión como España gestionar mejor las divergencias con países europeos.

Pero, frente a estas bondades, tenemos que ser conscientes de que se presentarían otros problemas: las materias primas importadas se encarecerían; en especial, el petróleo. Nuestro desarrollo económico encontraría dificultades. Se acentuaría la diferencia en el nivel de vida con otros países. Volveríamos a situaciones parecidas a los años 70 u 80, cuando tanto anhelábamos entrar en la UE. Otro problema capital sería el encarecimiento de nuestra deuda pública, que deberíamos continuar amortizando en euros o en dólares.

Cuando entramos en el euro ya sabíamos las consecuencias. Quizá se actuó precipitadamente. Se hizo un ajuste rápido --tal vez ficticio-- para converger con Europa. Pero, en estos momentos, la salida del euro puede traer más inconvenientes que ventajas. Fuera del euro, nos alejaríamos del mundo desarrollado y perderíamos bienestar.