Fotografiarse con un delincuente, no es delito. Si un político navega en el yate de un traficante de drogas sin saber cuáles son sus actividades, tampoco merece, en principio, ningún reproche jurídico, pero no deja de ser una ingenuidad. Si un cargo público asiste a la fiesta de un mafioso para compartir momentos de ocio y diversión conociendo las actividades del propietario, tampoco es delito, salvo que coopere en esas tareas, pero social y moralmente es reprobable. Y la verdad es que al común de la gente no le gustan ni los políticos ingenuos ni los corruptos.

En materia de ética de políticos pesa mucho la apariencia. El político es un servidor público. Como tal, al trabajador, al parado, al marginado, al que sufre para llegar a fin de mes, le gusta verse reflejado en las personas que le representan. Y no es digno de un representante que, por el simple hecho de ocupar un cargo público, nos deleite con la zafia ostentación del nuevo rico. Muy poco inteligente debe de ser alguien que no se da cuenta de que sólo le han invitado a una cacería o a un acto similar cuando ha accedido a un cargo de responsabilidad, cuando el anfitrión le puede utilizar para aprovecharse de él o de otro a través de él.

Este es un pecado capital que la clase política comete con cierta frecuencia. Afortunadamente, no todos. Un cargo público debe procurar el bien común. Nunca debería pretender pasar a un estatus social superior. Más vale ser corriente que indecente. No elegimos representantes para que medren. Los elegimos para servir al pueblo. Y, por supuesto, desde un yate no se sirve al pueblo. Tomando un avión oficial, cuando la gente hace cola en un paso fronterizo, tampoco se sirve al pueblo. Que un ministro cace sin licencia, tampoco es un servicio al pueblo.

En política, la austeridad debe ser un valor en alza. Se ha dicho que un empleado público debe ser un esclavo público. Sin ir tan lejos, al menos debe vivir como vive el pueblo. O, como mínimo, saber cómo vive el pueblo. Ni más ni menos.