Solemos pensar que la política consiste en un servicio al bien común; o mejor aún, una actividad para que los mejores y más competentes se sacrifiquen por la mera recompensa del deber cumplido. Somos ingenuos.

Por lo que se observa, últimamente ha aflorado una nueva hornada (minoritaria, por supuesto) que sin experiencia de ningún tipo se ha encaramado a la política. No es malo que cualquier persona pueda dedicarse a la cosa pública. Lo que ocurre es que la política es servicio, y si queremos que los gobernantes cumplan honestamente su cometido, se requiere que acceda gente con cierto bagaje profesional y cultural, los más sobresalientes en su trabajo para dar lo mejor de sí y aportar conocimientos a la hora de administrar la cosa común, lo que es difícil si acuden personas sin cualificar.

Hay políticos a los que la valía se les debe presumir, porque nunca han demostrado nada. Y, aunque son excepciones, suelen exhibir una hiriente vulgaridad y una soberbia osadía. Tampoco debemos olvidarnos de los que, aun preparados, carecen de ética y buscan en la política un medio para medrar.

No creo que debamos resignarnos a aceptar que la política sea el destino de los mediocres o de los inmorales. Pero es cierto que algunos personajes quieren convertir la política en un modus vivendi . Y así, en vez de servir a la cosa pública y aportar conocimientos, intenten parasitar el erario público de por vida.

Para que esto no ocurra, podrían limitarse los mandatos. Pero las posibilidades de que estas personas se incorporasen después al mercado laboral serían mínimas, pues la política no debe servir para procurarse empleos o aprovechar puertas giratorias. De ahí que, como pensaba el filósofo, es deseable que a la política accedan los más competentes y los más íntegros; esto es, los mejores. Solo así será el arte de servir y no de servirse.