Muchos ya lo sabían, otros nos hemos enterado esta pasada semana de que Álvaro Valverde se jubila, como maestro, no como poeta. Una etapa termina para dar comienzo a otra que le deseamos sea bondadosa, placentera, pero sobre todo jubilosa.

Tras la publicación del acontecimiento en sus redes sociales y la repercusión alcanzada, entre los más de un centenar de comentarios repletos de parabienes, me quedo en concreto con el de un padre que le da las gracias por su labor de magisterio y la consideración de sus hijos como “uno de sus mejores maestros”, pues tengo la suerte de conocerles a todos y puedo dar fe de ello, porque “por sus frutos les conoceréis”, en este caso, buenos.

Las condiciones de la actual “presunta normalidad” para ejercer su profesión de enseñante (“de niños”, matiza), lo avocaron a ejecutar la decisión de jubilarse, a pesar de su deseo de continuar y de que, “los muchachinos” (entre otros motivos) postergaran este momento. Y es que todos sabemos que enseñar también es aprender.

¿Quién no ha tenido un maestro inolvidable? En mi caso, María Heras, doña Maruchi, a quien íbamos a buscar a la puerta de su casa cuando la jornada escolar era partida y, deseábamos tanto pasar tiempo con ella, que la acompañábamos en el trayecto al colegio chinato “Fray Alonso Fernández”. Siempre impecable, con su pelo perfectamente lacado, sus labios pintados de rojo y esa delgadez que ha conservado todos estos años. Porque enseñar es acompañar al alumno en su camino hacia el conocimiento y despertar la curiosidad para hacerlo. Y esto, a través de una pantalla o tras una mascarilla, inevitablemente, desvirtúa su verdadera esencia.

En mi opinión, desde el inicio de la pandemia, no se ha valorado convenientemente la labor docente, aunque haya habido de todo como en la viña del Señor. Casos familiares y otros cercanos me han mostrado la realidad de trabajar haciendo malabares en un complicado escenario improvisado, mientras además, debían de hacer frente a una constantemente variable burocracia añadida a su labor diaria.

Soy consciente de que conciliar responsabilidades como docentes, padres trabajadores, cuidadores, etc., es la tarea más difícil antes jamás presentada. Por ello apelo a la palabra más repetida últimamente, paciencia, sin perder de vista el común objetivo: lo mejor para los niños.