TEtn un rincón del firmamento, en una galaxia perdida entre millones de galaxias, hay un puntito azul como una canica de vidrio. Es nuestro planeta al que llamamos Tierra. En esta bolita estelar y giratoria, vivimos nosotros: el Hombre. Un ser --dicen-- hecho a semejanza de Dios, y no hay Dios que me convenza que estemos hechos a su imagen por la insaciable maldad que nos caracteriza. En el intrínseco cerebro del hombre, en esta complicada maraña de neuronas aún no conocidas en su totalidad, ni exploradas sus perfectas conexiones todavía, se fraguan los pensamientos más extravagantes y heterogéneos en los que está clarísimo que anida con más predilección la serpiente del mal, que la paloma del bien.

Con los pies en el suelo, me fijo en los acontecimientos diarios, y veo el lugar tan inestable en que se halla la existencia humana. Abro el periódico, enciendo la tele, y las noticias siempre las mismas: niñas y niños violados, coches bombas, muertos por doquier, tres mil ochocientos parados más, la triste faz del hambre en el continente africano y olvidados del desierto, las largas colas de personas pidiendo comida, mientras salen a flote seis corruptos por semana..., y pare usted de contar.

Yo no quisiera escribir esta página, pero cerrar los ojos a la realidad, es engañarse uno mismo. Yo quisiera que el mundo fuera un vergel donde el niño metiera la mano en el escondrijo de la víbora y el león paciera en paz con el cordero; que la flor me contara qué siente al beso del rocío en sus pétalos, ver un cielo estrellado y un cielo azul sin las nubes negras de la polución que nos envenena, y en fin, que el paro y el hambre solo fuera un mal sueño y que no existiera al despertar... Pero no, no es un mal sueño. Es la triste realidad de cada día.

XLA LUZx de la tarde es gris, lluviosa y triste. Veo correr las gotas de agua en los cristales. Tal vez esto me produzca melancolía y en la pantalla de mi ordenador van apareciendo las sílabas que llevo guardadas en el alma. Siento que necesito salir. Es necesario que aleje de mí momentáneamente el abanico de desdichas que pasea por mi mente y que se acrecienta por la piel de España como si de una maldición bíblica se tratara. Así, que apago el portátil y cogiendo mi paraguas me dirijo como todas las tardes al bar El Loro a tomarme un exquisito café, y hablar con los amigos o ver pasar a la gente por sus anchas cristaleras.

Estoy mirando llover en la calle. Ahora arrecia la lluvia y como un riachuelo a borbotones veo correr el agua invadiendo el acerado la calle Santana abajo. Alguien se acerca a mi mesa, se sienta y me pregunta: "José, ¿qué te parece el nubarrón que tenemos sobre España?". "Por favor --le digo--, cambia de tema. Háblame de fútbol. Cuéntame de tus nietos". El visitante me mira extrañado haciendo un gesto como preguntándome: "¿Qué te pasa...?". Por fin se decide pasar página y fijándose en los pocos transeúntes que cruzan ligeros me dice: "Fíjate en esas el aparejo de agua que van a coger.

Quien está en el pueblo y se moja es que es tonto". Las miro, pero yo veo algo más. Son cuatro chiquillas cargadas con sus mochilas que vienen de estudiar de cualquier academia. Y por no sacarle el tema me pregunto en silencio para mis adentros: "¿Estas y tantas criaturas estarán estudiando para ocupar un puesto mañana? ¿Tendrán ilusiones para un futuro? ¿O se verán cuando terminen sus estudios de brazos cruzados como otros muchos...?" ¡Ojalá que la nave de España la coja un honrado y valeroso capitán y la lleve a buen puerto para no estrellarnos en más rocas!

*El autor de este artículo es José Gordón Márquez, de Azuaga