Ayer se celebró el Día de la Madre. Yo, como amante de la naturaleza, quiero hacerlo recordando a los árboles. Entre todas las especies que habitan en Europa, el abedul es la gran dama de los bosques, una cariñosa madre que cuida amorosamente de todos los retoños que crecen a su sombra. El aspecto femenino se descubre contemplando su porte fino, elegante y, a pesar de la sensación de fragilidad de sus delgadas y curvadas ramas, puede aguantar las mayores adversidades, como los temporales más insoportables de las estepas rusas, mientras danza con sus gráciles ramas al compás del viento.

Las semillas son extraordinariamente livianas (menos de un miligramo) para que el viento las pueda transportar a lugares lejanos, deshabitados. De la gran cantidad de semillas que disemina, las que encuentren un lugar húmedo e iluminado, germinarán y crecerán rápidamente para colonizar nuevas tierras. Pasado un tiempo, al pie de estos nuevos árboles, puede que un ave entierre una bellota o un hayuco que luego, quizás, no recoja, brotando inadvertidamente una plántula de roble o de haya, protegido por el sentido maternal del abedular. Cuando estas damas blancas que crearon el nuevo bosque empiecen a declinar, para las otras especies llegará la oportunidad de convertirse en grandes árboles, transformándolo en un robledal o un hayedo. Mientras, los abedules seguirán colonizando nuevos territorios, en zonas más desoladas, extendiendo la vida a nuevos rincones, a lugares vacíos donde pocos árboles en solitario pueden prosperar.

Existen muchas regiones frías en las que no se conocen más árboles de hoja caduca que los abedules. Para los habitantes de esas solitarias tierras, más que las muchas materias primas útiles que se pueden obtener del árbol, el abedul significa la persistencia de la vida. Al llegar la primavera con el brotar de las nuevas hojas del árbol, todo se viste de verde y de alegría, anunciándonos que comienza un nuevo ciclo de fecundidad y de vida. ¡Gracias árbol madre!.