TLtes suena, verdad? A nada que ustedes se hayan encaminado hacia el norte, hace unos años, antes de que se abriera esa velocísima y decidida autovía, pasarían una y mil veces por una señalización con el topónimo. Claro, ahí en La Perala. Un pequeña puente, unas curvas incómodas que luego solucionaron, y el arroyo.

Antes, un par de kilómetros, en un otero está el toro de Osborne, el símbolo, la imagen, ¡ay!, hoy tan desdeñada y vilipendiada. Desde ahí mismo, si miran a su izquierda, verán, a un tiro de ballesta más o menos, una vieja construcción con signos de ruina. Nos decíamos ¿la Brujaca por fin?

Salimos de la carretera por un carril de tierra hasta una encrucijada de seis caminos nada menos; elegimos el que nos llevaría a los aledaños de la casona vieja y nos metimos en la anfractuosidad de una calleja estrecha, comida del pasto y la maleza.

Al cabo, una angarilla sin candado, el paso de hormigón sobre la estrechez de la cuenca del arroyo y otra angarilla. Allá, en el arapil de enfrente, entre el ramaje espeso de unos alcornoques centenarios y un rodal de chumberas, asomaban los viejos muros de lo que identificábamos ya como casa fuerte y torre.

En todo ello, ni pizca de vida en la soledad del campo; si acaso, unas líricas tortolitas comunes nos refrescaron la mirada con su vuelo grácil y sugestivo; pero ni corrió la rabona, ni oímos el aleteo ajetreado de la perdiz, y quiera Dios que sea que están a lo que están, que en estas fechas del calendario no será otra cosa que la fértil crianza. Nada, ni pelo ni pluma para nuestro afán cinegético.

Cuatro muros fuertes de bloques de cantería granítica, el techo desvencijado y una puerta al norte, ¿al norte?, anomalía inextricable, con poderoso dintel de dos fuertes piedras verticales sosteniendo a una horizontal; en el interior, un muro que divide la habitación en dos destartaladas partes: ruina, abandono y desolación.

Deambulamos por el entorno profuso de sardón silvestre en busca de algún motivo propicio para nuestra curiosidad. No más, la finca conserva las vetustas paredes de piedra que, vencidas de los años, se van desmoronando poco a poco y son ofendidas y vilipendiadas con unas híspidas alambradas puestas al desgaire de la incuria, ¡qué hartura de alambres en el campo, Cristo Jesús!

Regresamos al auto, sito en la mínima calleja boscosa y un buen hombre espera a que despejemos la ruta para poder pasar con su camioneta. Es el arrendatario, o propietario, o lo que sea, del entorno. "Buenos días ¿es esta La Brujaca, buen amigo?". "¿Cómo dice? Esto es el Arroyo de la Hurona?" Y no sabe más. Ni le suena.

Salimos a la vieja N-630, la Perala. Ni aquel barcito de Chiribiqui, ni la gasolinera, que apenas muestra ya los despojos de su memoria, y le prometemos al Arroyo de La Hurona que volveremos a las andadas en pos de esas casas fuertes con ermita que nos ocultan su presencia. Por la carretera, huérfana de coches, corren a discreción los motoristas, que han encontrado en esta ruta, otrora tan concurrida, pista propicia para su afición velocísima sobre dos ruedas.

La mañana está lúcida. Mayo nos ofrece, en su ecuador, un cielo frecuente de nubarrones pardos que, tacaños y cicateros, sin embargo no dejan dos gotas de agua. Falta le haría el agua llovida al seco Arroyo de la Hurona.