Sábado mediante, acudimos, en compañía de nuestro amigo Jugimo y de un joven arqueólogo, a la búsqueda de una prensa romana de aceite sita, por lo visto, en esas vastas soledades que se extienden en el medio del triángulo que forman El Casar, Garrovillas y Arroyo. Alto páramo donde nace el Villoluengo. Algún que otro galpón para el vacuno y restos, ya deformes, de viejas construcciones; pero en una anchura generosa de suaves lomeros y largas vaguadas, el mundo en vetustas ruinas de un enorme poblado que, según los prácticos, se formaría en aquel pago en época romana tardía.

¿Son esas paredes en círculo, esos promontorios, esos linderos graníticos y esas eras lo que Santiago Molano Caballero llama Corraladas de la Casita y Era de la Tabla?

Allí, en una suave loma rodeada de barruecos, un bohío espectacular. Nunca vimos tal, y mira que eran antaño abundantes esas construcciones redondas de pizarra y techo vegetal. Este es de bloques de granito y de cúpula compuesta. Un auténtico monumento que, por cierto, se desmorona por una de sus partes y que acabará siendo pasto de la ruina y la desidia. Pero ¿cómo es posible que la administración pertinente mire para otro lado, mientras se derrumban testigos tan especiales de nuestra historia?

Luego fuimos a las soledades de El Barrial, pero tal vez ese sea cuento para otra ocasión.

Dominus vobiscum. Día del Señor. Domingo. Animamos a nuestros amigos, los de canana, escopeta y perro y, desprovistos de los enseres propios de nuestro oficio, nos vamos a barzonear por esos campos en pos de las casas fuertes, de esas construcciones magníficas de los siglos pasados que, víctimas del abandono y el olvido, resisten el envite furioso de los elementos estacionales y la corrosión de los años y los siglos.

Derrota nor-noroeste. Al cabo de un par de leguas de camino gris entre paredes y alambradas llegamos a la entrada de un cercado con angarilla sobre camino de servidumbre. Hay hechos que nunca entenderemos y, por si acaso la propiedad se incomodara, caminamos dispuestos a solicitar licencia de visita. Se la tendríamos que pedir a una piara de inquietos chanchos vociferantes, a un par de mastines que se acercaron rezongantes, a una cuadrilla de gatos maulladores y a una punta de gallinas encerradas en lo que sería amplio recibidor de la mansión.

Nos deleitamos con la magnificencia de los muros de La Calera, su escudo, su patio, sus caballerizas, su iglesia y sus amplias dependencias. Sobre construcción anterior, levantó ahí esta fábrica de casa y conjunto propio don Juan Rocco y Oribe, en aquel siglo gris del XVIII. Y no sabemos más. Habrá que preguntarle a Antonio Navareño, experto en casas fuertes y torres del ayer.

En torno a la casa de La Calera, la dehesa ideal: campo de encinas, rodales de sardón entre canchos de granito; y nosotros, siempre con nuestra visión cinegética de la vida, imaginando liebres al galope por los llanos, podencos conejeros entre la maleza de las canchaleras y bandos beatíficos de perdices deslizándose, a dos metros del suelo, en ese vuelo planeador que nos pone la adrenalina en un punto de histeria. La Calera-"¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?"-siempre un verso de D. Francisco de Quevedo.