THtuele a churros --claro-- en la churrería de mi pueblo. Es el mismo olor de siempre y el olor de los churros no es solo eso. Es todo mi pasado, mi infancia que emana del olor de los churros. La churrería de mi pueblo, Huertas de Animas, junto a Trujillo, que regentaban antiguamente tío Antonio y su mujer, tía Domiciana, y que hoy llevan con mucho acierto sus hijos. Y era la churrería y el crepitar del aceite, el humo empañando los baldosines de la pared, el calendario del anís, el despertador parado en las seis, como un mosaico de lo cotidiano, en la churrería.

Y estaba la churrera, remangados los brazos, con los palillos dando vuelta a la rueda, que luego partía sobre el mostrador, y volvía tío Antonio a elaborar una nueva espiral con la masa blanca que se enroscaba crepitando en el aceite.

Pero la churrería con su olor caliente a churros es el olor de mi infancia y tiene la churrería el aroma niño de mis primeros recuerdos. Paso por ahí todos los días repartiendo la correspondencia y el olor caliente de la masa frita se enrosca en mi memoria, me vuelve niño, y ya no soy el cartero que pasa por allí desde hace tantos años, sino el chiquillo del barrio del regajo al que su abuela enviaba a por churros mientras nacía el día gloriosamente en las campanadas del reloj de la torre.

Y había mañanas luminosas con los dorados rayos de sol alegrando las frondas de las acacias, en las que volvía de la churrería con los churros calientes calentando mis manos y no se veía a nadie por el polvoriento camino del regajo y solo Corbata, la perra blanca y negra de tío Cándido, el viejo vecino, me saludaba moviendo el rabo perezosamente. A veces asomaba por el cerro el derrotado carro del trapero.

* El autor de este artículo es José Antonio Barquilla, vecino de Trujillo.