El viajero se detuvo junto a la Cruz del Humilladero de Yuste, porque alguien le había comentado que en ese lugar los pájaros cantan como los ángeles. Al instante, el viajero descubrió que sus sentidos no se conformaban con oírlos, que necesitaba ver a los cantores. E intentó buscarlos entre las ramas infinitas y desnudas de los robles, pero le fue imposible localizar a los seres cuyas voces inundaban allí el mundo. Así, empujado por la sensación de escuchar cánticos de seres invisibles, cruzó la cancela que da acceso al cementerio de soldados alemanes: a lo lejos, como telón de fondo, la sierra de Gredos coronada de nieve; a la derecha, el camposanto: una explanada de cruces grises en perfecta alineación entre olivos.

El viajero caminó entre las cruces y leyó las inscripciones. Y las cruces, que al principio le parecían todas iguales, se le presentaron como absolutamente distintas. Incluso las dedicadas a un soldado alemán desconocido, le parecieron diferentes entre sí. Cayó en la cuenta de esa evidencia en la que el soldado desconocido no es UNO, sino miles, o millones quizá. Y recordó algún monumento en el que una llama siempre viva mantiene la memoria de ese Soldado Desconocido; quizá sea el fuego el símbolo más certero del recuerdo.

Después, anotó en su diario: "Este sitio es un manantial de recuerdos. Se quedan cortas las palabras para abarcar tanta memoria dolorosa. Aquí sólo cabe guardar silencio. Ese silencio elocuente de los olivos que abrazan las cruces. Ese silencio a gritos de las cruces (todas iguales en cuanto a su materia), absolutamente diferentes en cuanto a las palabras que contienen".

Saliendo del recinto, el viajero leyó una frase inscrita en la pared y la anoto en su cuaderno: RECORDAD A LOS MUERTOS CON PROFUNDO RESPETO Y HUMILDAD.

De nuevo al lado de la Cruz del Humilladero, una piedra cubierta de líquenes que es fácil confundir con el tronco de un roble, el viajero escuchó el rumor del agua en la garganta y tuvo conciencia de que oía otra vez el canto de los pájaros.