Había decidido tomarme unos días de descanso en el norte; yendo por la autovía un camión se zarandeaba de un carril al otro, el conductor evitaba así acabar con la vida de un joven perro, de no más de un año, que en la carretera miraba con nostalgia a todos los que con él nos cruzábamos. En ese momento me sentí culpable, un par de horas atrás yo había dejado al mío en casa de mi hermano, por primera vez me separaba de él.

En España se abandona un animal cada tres minutos. La Navidad es la época en la que más perros se regalan. Pero meses más tarde muchas familias no han sabido educar al cachorro, en otras tantas que haya crecido ya no gusta tanto; o quizá el niño ha comprendido que es algo más que un juguete y se ha aburrido; todo esto hace que muchos opten por el abandono, que además de ilegal, es tremendamente inhumano.

Tener un animal en casa supone un gran ejercicio de responsabilidad. Un compromiso que adquieren los padres y los hijos con el animal, pero también con ellos mismos; que se volverá, además, en una forma de educar en valores y de que los niños asuman obligaciones. Un gran ejercicio de madurez que habrá fallado si lo que se enseña es que todo aquello que requiere de tiempo y esfuerzo se puede abandonar en una cuneta; si enseñamos a nuestros hijos a abandonar aquello que supone un compromiso, ¿les podremos reñir el día de mañana cuando no quieran asumir su responsabilidad?

De vuelta, mientras escrito está columna, y observo a mi pequeño yorkshire, no puedo evitar acordarme de él, asustado en la carrera y abandonado a su suerte; él, que en su interior ansiaba ver el coche de los que hasta el momento habían sido sus dueños volver para recogerle, depositaba así toda su esperanza en los humanos, los mismos que no habían titubeado en dejarle en cualquier punto, de cualquier carretera, en su camino hacia alguna parte, demostrando, hasta el final, su compromiso con quien algún día le mostró algo de cariño y un poco de amor.