THtay que salir y andar esos caminos siempre que se pueda. En abril, por ejemplo, cuando los cerezos añaden con sus flores más luz a la luz de primavera. Si la tarde es limpia, se verá cómo la nieve peina la sierra mientras palpita el brillo de los pueblos a los pies de la montaña. Podemos caminar en junio y encontrar un roble majestuoso, donde anidan las urracas y las tórtolas; o un castaño con su túnica floral, solemne entre los otros árboles; y más allá, la copa de un alcornoque como una cabellera sensible al más suave soplo de viento.

En julio, puede que las higueras inunden el mundo de fragancias, en tanto que las chicharras y los grillos marcan el ritmo y el discurrir de un día radiante de verano. En otoño, los caminos invitan a pensar. Ahí están los olivos congregados en asamblea. Un aire de eternidad y sabiduría inunda siempre los olivares; porque es necesario silencio, humildad y firmeza para madurar la aceituna.

En el camino también están las aves. La variedad de pájaros es imagen de la abundancia y lo diverso. Los pájaros dan idea de que el camino es de todo el mundo; y son ellos quienes hacen presentir que el camino esconde secretos y misterios. Ver una oropéndola que cruza ante nuestros ojos es como un milagro: es un instante de gloria. Puede que cruce, también fugaz y ruidoso, un arrendajo. A lo mejor vemos un mirlo que parece hablar a solas; pero oiremos al menos otros dos que contestan a sus trinos. Las tórtolas, siempre en pareja, acarician el día con su zureo; quisieran marcar ellas solas el pulso del camino. Dos rabilargos se persiguen jugando; y de lejos llega el eco de una abubilla. Por la tarde, quizás cruce el cielo una garza real con vuelo dubitativo; ella marca el final del crepúsculo.

En el camino se quedarán nuestras palabras, siempre torpes a tanta belleza y tanta vida: ya somos pedazos de los caminos. Anochece: la brisa roza las frentes y las mejillas. Dos miradas se cruzan, dos bocas sonríen, dos manos hacen un gesto de adiós: la vida late en el camino.