TEtl pasado 29 de diciembre, en una Carta al Director de este periódico, José Antonio Barquilla daba unas escuetas y emotivas pinceladas de aquellas Navidades de las infancias, cargadas de humano jolgorio, en Huertas de Animas, su pueblo. Nos traía a la memoria los antañones villancicos, las zambombas, las panderetas y la pedida del aguinaldo. Buen pueblo el de Huertas, de noble y heroica gente, resistiéndose siempre a ser devorado por el Trujillo amurallado y negándose a convertirse en su arrabal. En la primera mañana de este nuevo año que lo deseamos tricolor, Marcos Pandereta , huerteño con gran eco y amigo mío de los que corren y no paran por las urdimbres sociales, me hablaba del muerdino . Heme aquí, pues, a mí, repuesto ya con el muerdino del mucho trasnochar y trasegar, dispuesto a dar la batalla en este 2016, que se nos llega como una caja de ignotas sorpresas.

Y en la Nochevieja fue cuando coincidí con un euskaldún por los cuatro costados, que matrimonió en este pueblo mío que se agazapa entre encinas y canchales. Después de recorrer varios bares, donde había que hablar a voces a causa de la música enlatada, me espetó: "¿A esto se reduce la Nochevieja en tu pueblo?" Le respondí tranquilamente: "¿Qué esperabas?" El vasco había idealizado Extremadura y pensaba que era una tierra que conservaba viejas tradiciones. Pero la Nochevieja solo era una noche donde el personal había cenado opíparamente y, después de las campanadas, la gente se apiñaba alocadamente en los bares. Mocitas con sus indumentarias de la última ola, mortificándose en pleno rigor invernal por las muchas escotaduras del ropaje; mocitos hechos unos fitipaldis; personas maduras encasquetadas con el atípico y foráneo gorro de Papá Noel y pare usted de contar. Nada de aquellas Nocheviejas que solían coincidir en muchos casos con el día de la matanza del marrano, cuando al anochecer salían cuadrillas de muchachos tocando tapaderas de latón y zambombas fabricadas con las tripas del animal sacrificado.

Nocheviejas en que los quintos y los casados recorrían las casas cantando y bailando, a fin de tomar unos dulces y una copa de aguardiente. Sonidos de panderetas de piel de perro y toques del tamborilero. Entonces, las tabernas eran tabernas, lugar sacralizado para que los paisanos dieran rienda suelta a su espíritu festivo-popular, no a ensordecedores ritmos que nada tiene que ver con la Navidad. Y así hasta la madrugada. Quien dice Nochevieja dice cualquier fecha emblemática de estos días de finales del año y comienzos del nuevo. Hoy, mistificación pura y dura, propia de pueblos desnortados, sin identidad ni raíces. Tenía razón mi amigo el vasco, cuando nos despedimos: "Para este viaje, no necesitaba alforjas. Primera y última vez que asomo los hocicos por estas tierras donde la Navidad solo rinde tributo al consumismo".