Me fastidian las injusticias. Creo que es por eso por lo que les estoy cogiendo manía a las primeras veces. Están sobrevaloradas de forma inmerecida y deben tener enchufe en nuestra mente porque siempre tienen reservado en ella un lugar privilegiado: el lugar más alejado del olvido.

Nada de rinconcitos perdidos en el hemisferio izquierdo, en donde queden expuestas al escrutinio de la razón y de la lógica. Nada de eso. Las primeras veces se sitúan siempre en espacios diáfanos del hemisferio derecho, mecidas por la imaginación, idealizadas por el paso del tiempo que les cambia el sabor y la textura y añade u oculta detalles a su antojo para convertirlas en momentos míticos e imborrables de nuestra vida. Pero ya es hora de desmontar su buena fama: las primeras veces son tramposas, siempre juegan con ventaja.

Todos somos conscientes de cuándo estamos viviendo algo por primera vez y esa información nos permite prestar más atención a lo que sentimos, anclarlas a una fecha, a un nombre o a un lugar y deparar en todos sus pormenores. Se aprovechan de nuestra inocencia; la candidez con la que las afrontamos es única y, muchas veces, nos confunde. Y se valen de la sensación que nos causa lo desconocido; la novedad siempre es más impactante que lo repetido.

Por eso sabemos quién fue nuestro primer amor, dónde dimos nuestro primer beso, cuándo vimos por primera vez el mar, nuestro primer trabajo, nuestra primera ilusión... Por el contrario, las últimas veces son anónimas, a menudo ni siquiera las recordamos porque no sabemos que lo son, porque sólo el futuro nos descubrirá, algún día, que lo fueron. Nos pillan desprevenidos y desinformados y así es imposible que captemos todos sus matices.

Sólo hay un remedio: que vivamos el presente con intensidad, saboreándolo, diseccionando cada instante por si acaso ese instante se convierte en nuestra última noche de amor, en el último cumpleaños del abuelo, en la última charla con un amigo, en la última risa, en la última palabra escrita. Por si acaso. Sólo por si acaso.