Todos tenemos alguno. Seres (no siempre humanos) que dejaron una marca indeleble en nuestra vida y que la muerte, el destino o las circunstancias les convirtieron en fantasmas. En nuestros fantasmas particulares. Deambulan por nuestra mente, lentos y obstinados, encadenados a un recuerdo y, aunque intentemos convencerlos de que deben huir a otro castillo, ellos no se dan por aludidos.

Siguen ahí, aferrados a nuestro pensamiento, intentando por todos los medios que sintamos su presencia. Por las noches, nos susurran al oído diabólicas y crueles historias de cosas que pudieron ser pero no fueron, de días felices, de momentos imborrables, de finales sin final, de preguntas que jamás encontrarán una respuesta. Y todo ello lo hacen con un único fin: que sigamos echando de menos sus ojos, su voz, su olor, sus gestos o su forma de caminar. Y así pasan los meses. Y hasta los años. Y nos resignamos. Nos acostumbramos a cargar con ellos, a llevarlos con nosotros a todas las partes como si fueran una sombra invisible a la que no podemos arrinconar. A veces, sólo si somos lo suficientemente fuertes, nos resistimos con tanto empeño a que nuestros fantasmas sigan estando tan vivos, que conseguimos cubrirlos con una capa de indiferencia y, entonces sí, pasan a ser nada, un vacío imperceptible, un olvido que casi siempre nos libera. Pero yo sé que ese olvido es reversible. Una fotografía, una canción, un paseo por la orilla del mar, una palabra, el título de un libro y tantas otras cosas pueden hacer que se de la vuelta y el fantasma aparezca de nuevo. Inofensivo, tal vez. Sin fuerza ya para hacernos daño. Pero con la misma determinación de quedarse a nuestro lado. Releo este texto antes de enviarlo a la redacción. ¡Joder, qué cursi! ¡Si no parezco yo! A punto estoy de tirarlo a la papelera cuando mis ojos se encuentran, por casualidad, con un calendario. Con una fecha. Y entonces lo comprendo: mi fantasma ha vuelto. Hoy escribe él. Y ahora, atrévete a mirar por encima de tus hombros, ¿lo notas? Es el tuyo el que está leyendo.