Ni Lara Croft , ni la princesa Leia , ni la teniente Ripley . Si pudiera transformarme en un personaje de ficción, elegiría ser Carrie Bradshaw , la protagonista de Sexo en Nueva York. Siempre he envidiado su glamour, sus manolos, vivir en Manhattan y, sobre todo, escribir un artículo de opinión en un periódico. No tengo su glamour, eso salta a la vista, los zapatos de tacón me dan vértigo y Manhattan me pilla un poco lejos. Sin embargo, ¡bien!, hace unos meses que escribo en el periódico. Así que Carrie y yo ya no somos tan diferentes. Vale, ella se asoma a su ventana y ve el Rockefeller Center, pero lo que yo veo desde la mía tampoco está nada mal.

En un acceso irrefrenable de entusiasmo y afinidad, me convenzo de que para ser almas gemelas lo único que me falta es escribir de lo que ella escribe: de sexo. Me pongo a ello. A escribir me refiero. Pero no sé por dónde empezar, la página sigue empeñada en hacerme un striptease, o sea en quedarse desnuda y, encima, me surgen mil dudas: ¿El sexo se vive igual en una gran ciudad que en un pueblo pequeño?, ¿tenemos las mismas fantasías?, ¿le damos la misma importancia? Temo no tener argumentos para contestar. Y temo que mis respuestas no estén a la altura de la promiscuidad y de la apertura de mente de la rubia neoyorquina.

Y, de repente, no sé por qué, me da por imaginar a Napoleón haciendo el amor con Josefina, luego veo en la misma situación a Burton y Liz Taylor , a continuación, visualizo a Chavela y Frida entre las sábanas y para terminar con esta secuencia erótico-imaginaria, incluyo a un montón de parejas más que no voy a desvelar; parejas de mi entorno o no, oficiales o clandestinas, de aquí y de allá, convencionales o diferentes, cosmopolitas o provincianas, da igual; unidas todas por la pasión. Ese sentimiento efímero y poderoso capaz de mover el mundo.

Tan básico y tan global que nos iguala y, a la vez, tan complejo y tan personal que nos hace sentir los más atractivos, los más imprescindibles, los más maravillosos seres de la tierra. En Nueva York o en La Vera. Qué más da.