El único pase que queda ya en pantalla es la proyección de luz que reflejan los ventanales. Las flamantes butacas no son más que sillas de madera desgastada, apiladas en un polvoriento rincón. La taquilla cerrada de una sala en la que hace veinte años el proyector y los fieles espectadores bailaban al compás cada noche en el pueblo cacereño de Alcántara.

Amelia Nevado y Cándido Sánchez, los últimos propietarios, se habían convertido sin quererlo en ilusionistas de esperanzas, en hipnotizadores de ilusiones, en magos de una realidad paralela, que no es otra que la vida misma recitada a través de un guión.

El mismísimo Billy Wilder en persona les hubiese aplaudido tras cada función por "conseguir que alguien del público olvidara por unos segundos que había aparcado mal el coche, que no había pagado la factura del gas o que había tenido una discusión con su jefe".

El mejor legado que unos padres podían dejar en herencia, una fábrica de sueños. Así, Amelia recibió de mano de sus padres las llaves de un negocio que regentaría con su marido y con su hermano durante décadas.

El cine Canfran (Por Cándido y Francisco, el marido y el hermano de Amelia respectivamente) se convirtió de esa manera en una gran fuente de ingresos de la familia. No obstante, el carácter emprendedor impreso en la familia hizo que compaginaran sin problema otros negocios paralelos, que paradójicamente prosperarían en detrimento del primero. Amelia regentó una mercería y Cándido fue transportista durante la construcción en el embalse de Alcántara y Cedillo y dueño de un ganado que actualmente mantiene en propiedad su hijo.

Horas hicieron falta para recorrer cada estancia del edificio hasta llegar al objetivo. Una visita sincronizadamente guiada por la nieta, Cristina Sánchez, que no tuvo reparos en mostrar todas y cada una de las dependencias de un edificio en el que ningún rincón se encuentra exento de historia.

Siglos atrás, antes de convertirse en la vivienda particular de los Sánchez Nevado, formó parte de una antigua enfermería que era atendida por la orden franciscana anexa a su vez a un monumento reconocido en el pueblo, la Ermita de San Antón. En la actualidad, la vivienda conserva todas las dependencias conventuales, sin utilizar. Cuatro plantas de experiencia impresa en cada pared.

Cine de verano e invierno

En la tercera planta, tras dejar atrás el pasillo en el que se encontraban las 'celdas' de los frailes franciscanos se erigía la puerta. Un recibidor atravesado por una barra americana y unos cuantos sofás deshilachados. Botellines vacíos, interruptores y fusibles en 'off' y un espacio para que el acomodador validara la entrada y te permitiera el acceso a un par de horas de evasión.

Un aforo de casi trescientas personas pudo disfrutar cada noche de la programación en cualquier estación del año.

La sala de proyección se eleva en una zona privilegiada, vigilante. Piezas de cintas apiladas, en desuso, colgadas o acumulando polvo. Y bajo unas sábanas, la pieza clave. Soberano de la sala, el proyector dirige el éxito y mide la afluencia en horas de cine. También cumple la tarea de conectar ambos espacios, las cuatro paredes de invierno con la despejada terraza de la época más calurosa, en la que se conservan tan solo los hierros de la instalación de la pantalla.

Convertido tras su cierre en una sala de celebración de eventos y más tarde en lugar de reunión durante las fiestas populares organizadas por ayuntamiento, descansa ahora con las puertas cerradas, tan solo al amparo de curiosos que entretienen su tiempo en imaginar.

Tal vez el único movimiento es el del día a la noche y sólo se conserva el color de las baldosas abatidas por la ausencia de pisadas. Quizá el olor a palomitas sea fruto de la imaginación más aderezada y los correteos de los rezagados tan solo un espejismo, pero aún reside en cada resquicio un pedazo de lo que algún día fue verdad. Una verdad a 24 fotogramas por segundo.