Nuestra tierra ha sido desde el inicio de la historia destino de los ganados trashumantes que huían de los inviernos en los montes leoneses y en las comarcas frías de Castilla y León. Los primeros pobladores fueron pueblos celtas de pastores como los lusitanos y vetones. No entendían la propiedad de la tierra, para ellos el campo, el paisaje, los árboles y los pájaros, era patrimonio común. No tenía sentido que alguien dijera que este paisaje es mío, ya que somos simples pasajeros en esta tierra que permanecerá cuando nosotros nos hayamos ido.

Así surgió la confrontación al llegar los romanos. Ellos sí que manejaban el concepto de propiedad del terreno.

Parafraseando a Lorca -por donde pasaban, ordenaban- y ¡vaya si ordenaban!, la ya entonces antigua ruta de trashumancia del oeste peninsular la convirtieron en la Vía de la Plata.

Se anunciaba su importancia estatal al figurar el emperador Augusto en los nombres de las dos ciudades extremo de la calzada: Emerita Augusta (Mérida) y Asturica Augusta (Astorga). En este contexto, la lucha de Viriato fue la eterna disputa entre ganaderos y agricultores, entre nómadas y sedentarios; la pugna entre Caín y Abel. Para la Biblia, como expresión del pueblo hebreo eminentemente ganadero, Abel, el pastor, era el bueno, pero como Viriato, fue eliminado. Así han trascurrido los siglos, durante la tumultuosa Edad Media, la ganadería fue la actividad económica predominante. Terminada la Reconquista, la sociedad sedentaria se hizo fuerte y poco a poco la trashumancia fue perdiendo empuje.

Así llegamos al siglo XXI, donde todavía existe un extenso sistema de comunicaciones de 125.000 km entre cañadas, cordeles, veredas y coladas; rutas que sirven para el senderismo o para el transito de animales silvestres y ganadería porque aún perviven los últimos trashumantes, los últimos nómadas de nuestra sociedad para los que su techo es la bóveda celeste, sus paredes, los paisajes agrestes de las comarcas por donde pasan y su suelo, el planeta Tierra.