Profesor

Recuerdo la primera vez que pisé suelo francés, a principio de los setenta. Acostumbrado a la España oscura y reaccionaria de los últimos años del franquismo, no podía dar un par de pasos por las primeras calles más allá de la frontera sin quedar boquiabierto al contemplar como normales hechos que aquí hubieran supuesto una grave transgresión de las injustas leyes imperantes. Carteles electorales con la hoz y el martillo, manifestaciones protegidas por la policía, cines en los que podían verse películas españolas, como Viridiana y tantas otras, que en nuestro propio país estaban prohibidas... Francia era, reconozcámoslo, el país de las libertades y la democracia. ¿Cómo no recordar las emisiones en castellano de Radio París, la mejor fuente de información para los españoles que no se conformaban con los telediarios en los que, más que informar, se regañaba a los espectadores por esto o lo otro? Piense el lector, por otra parte, que Portugal aún vivía, si esta palabra no resulta inapropiada, bajo otra dictadura, acaso aún peor que la española. La revolución de los claveles , que habría de despertar en millones de españoles tanta ilusión como temor en la minoría franquista, aún tendría de esperar un par de años para producirse.

Al cabo del tiempo, establecida la democracia en nuestro país y desprendidos con mejor o peor fortuna de tanta caspa como la que nos había acompañado durante años, los españoles nos dejamos de mirar en Francia. Incluso, a qué negarlo, surgieron en la ciudadanía algunos sentimientos contra nuestros vecinos. Intereses comerciales no siempre coincidentes (piénsese en los conflictos provocados por los agricultores franceses ante las exportaciones de sus colegas españoles), estrategias dispares en relación con el Magreb, el refugio que los miembros de ETA encontraban según las fuentes policiales en el país vasco francés... Todo ello contribuyó a alejarnos de la república de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero mire usted por donde, ahora, al cabo de los años, mientras allí cuentan con un presidente marcadamente conservador y con un Gobierno de igual signo, algunos españoles volvemos a mirar al norte. Cuando vemos la sumisión que nuestra administración profesa a la Casa Blanca, cuando contemplamos avergonzados a qué extremos de ridiculez puede llegar Aznar engallando la voz para mayor complacencia de su anfitrión Bush, cuando pensamos en el desaire que está experimentando la opinión pública española, contraria cada día en mayor proporción a la guerra contra Irak, oímos a Chirac proclamando en voz alta su independencia y su rechazo a la guerra, escuchamos la brillante intervención del ministro de Asuntos Exteriores galo en la ONU, acogida con la ovación de los asistentes a la reunión del Consejo de Seguridad y no podemos por menos que preguntarnos si no habremos dado un salto atrás en el tiempo. Y si de nuevo no habremos de proclamar, con cierta envidia y mal que nos pese, que siempre nos quedará Francia.