Treinta y nueve grados latitud norte, siete grados longitud oeste, o sea, Badajoz. Coordinadas casi exactas. Casi divinas. Y un seiscientos en la puerta. Jardincillo por medio. La potencia del sitio es tremenda. El más alto edificio de por aquí. Una torre negra, descomunal cual meca pagana. La Kaaba, la piedra negra. Vista de lejos, vista de abajo. Sin AVE, de momento, pero meca al fin y al cabo. Bella. El río, el puente,... Dos, tres con la torre, señas de identidad de la propia ciudad. ¿A qué sabe comer dentro de una seña de identidad?

Va a ser difícil encontrar nada igual en Badajoz. En Extremadura. El sitio tiene tronío por toneladas. Un restaurante con todos los extras. Full equip. Una barrita por allí, una bodeguita por allá. ¡Alehop! Barra principal aeroespacial. La firma del decorador. Mesas altas y mesas bajas. De todo y por su orden. Año 2018, por ejemplo. Nada de escombros lunares. 39 Siete. En órbita. ¿Dónde estará la perrita Laika?

Menú ejecutivo por 15,50. De lunes a viernes. Lo de ejecutivo es como decir que la gente con corbata es bien recibida. Y lo es, ciertamente. Techos altísimos, luz a manta, camareros uniformados, mantel casi planchado y, ¡ay!, servilleta de papel. Una mesita de cuatro, cuatro jóvenes embutidos en sus ternos. A mi espalda, dos hablan de vinos. Tres, de género en mixtura, frente a mí. Lunes, quince horas.

¡Qué difícil es comer un lunes donde te pudiera apetecer! Dicho queda.

En el 39 Siete el menú merece la pena. Por lo de fuera, pero también por lo de dentro. Cinco primeros, tres segundos y tres postres. A escoger. Como manda el dios de las tabernas, de los bares de carretera y de las urbes modernas. Platos seleccionados con cierto equilibrio. ¿Ensalada de bacalao? No, por favor póngame unos raviolis de verdura rellenos de carrilleras. Gracias, gracias. ¿Y de segundo? ¿Qué prefiere el caballero? Tomaré lingote de codillo en su salsa sobre puré de patata. Gracias, gracias. Gracias también por esta simpática galletita de puré de aceituna que han tenido ustedes la gentileza de obsequiarme. Gracias, gracias. Gracias y por favor,... las dos herramientas que sostienen la civilización, el aceite del menú diario de vivir.

Los raviolis, que no eran pasta como pudiera parecer, sino verdura, resultaron magníficos. Cuatro bocados y salsa para untar. Por cierto, dos tipos de pan. Los dos me los comí. La salsa rica, rica. Y el lingote de codillo, ya saben, desmigado y presentado en dos a modo de lingotes, no estuvo mal. ¿El puré de patata? ¡De grata memoria! El cortador de jamón despacha una ración para la barra. Los oficinistas charlan felices. La familia de tres se lo come todo. Y los dos que me guardan la espalda planean un viaje a Jerez. ¡La dicha del fino! Calma chicha.

De postre, helado de queso filadelfia relleno de mermelada de frutos rojos. Y, en un platito de auxilio, chocolate; un buen trozo de chocolate y ese mismo chocolate molido para espolvorear al gusto. Todo cayó sobre el helado. Y si me permiten la confesión (Dios me perdone el pecado de gula), les diré que aquel buen trozo de chocolate, acompañado de otro buen trozo de pan, fue un éxtasis delirante, al menos para uno que ya no compra chocolate para casa. Es lo que tiene ser diabético. Y que me perdone también mi doctora.

En suma, una buena oferta de lunes a viernes. Un menú que, en casi todo, está por encima de otros que se sirven en la ciudad. Una buena opción para comer como los señoritos a precio tasado. Gracias y por favor.

Las imágenes de 39 Siete

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