Con la que está cayendo, no me extraña haberme convertido en seguidora incondicional de la información del tiempo. Para los profanos, el parte meteorológico es esa media hora que junto a los deportes (esto es, el fútbol), conforma un telediario. También hay algo de sucesos, un poco de moda y nada de cultura, banalidades al lado de la sección estrella. Sin decorado, salvo un mapa de España (o Estado español, según gustos) de los de antes, de los que limitan al Norte, etc. etc. y alguna fotografía, los meteorólogos confían en su capacidad de interpretación para conmovernos más que para informarnos. Ahí los tienen, de traje chaqueta, sin entrevistas, sin divorcios ni querellas. Mucho más impactante que un programa del corazón. Con muchos más seguidores, como si hubiéramos vuelto a los orígenes, a aquellos tiempos en que la bonanza se medía en arrobas y el campo lo marcaba todo. Abducidos por sus gestos en el aire, con la cuchara detenida a medio camino de la boca, asistimos temerosos a las continuas alertas por frío, viento o nieve, y buscamos en el mapa el color que corresponde a nuestra región, autonomía o hecho diferencial. Cada dos por tres se activan los avisos por temperaturas extremas, se desploman los termómetros, y surgen las rachas de viento, las marejadas, marejadillas, y los chubascos intensos. Todo explicado con una retórica tan amenazadora que eclipsa cualquier otra noticia. El tiempo es la información estrella. El que nos queda para jubilarnos, salir de la crisis o empezar a exigir responsabilidades. Se acerca un frente muy frío, lleno de perturbaciones. A ver quién se atreve a decir lo contrario.