Félix Padilla vive en un piso de 100 metros cuadrados, junto a su mujer y su hijo de 30 años. No pisan la calle, salvo su hijo que es ganadero y cada día acude a su explotación a atender a sus animales. «Los guardias civiles que controlan las entradas ya le conocen», bromea.

Llevan confinados en casa desde el fin de semana del 7 de marzo, cuando comenzaron a complicarse las cosas en la localidad con la aparición de más casos. Ese sábado, afirma, ya no se veía a casi nadie en los bares. Hasta entonces el coronavirus había pasado desapercibido pero desde ese momento Arroyo comenzó «a tomárselo en serio».

Se levanta temprano, pone la televisión para conocer las últimas noticias, desayuna y sale al patio a montar en su bicicleta estática (unos 20 minutos al día para mantenerse en forma). Después ayuda a su mujer y vuelve a escuchar las noticias, a esperar a que den las doce, hora a la que todos los vecinos abren sus ventanas y balcones y se ven las caras.

Aprovechan para hablar y contarse cómo se encuentran. Vuelven a hacerlo a las seis de la tarde. Es una forma de mantenerse unidos (hasta que llega este segundo encuentro vecinal Félix almuerza con su mujer, se echa la siesta y vuelve a coger otro rato la bici). Dice que desde que comenzó todo esto mantiene más contacto con su familia, hasta con primos con los que hablaba poco, están conectados a través de Whatsapp. Es positivo, pero reconoce que esto empieza a pasar factura. «Ahora entiendo yo a los leones enjaulados”» bromea.

Y añade: «Es muy triste asomarse a la calle y no ver a nadie, eso te va minando. Y son muchos días. A medida que avanza todo esto la psicosis va en aumento».