Ahí andan, sobreviviendo, como todos. Al menos eso creemos ver, cuando algún medio nos regala migajas de información sobre ellos entre carnavales y fútbol. Más que ofendidos, aparecen perplejos en las imágenes. La ira que los sublevó parece haberse apaciguado y esperan la vuelta a la normalidad, como si fuera tan fácil, sobre todo porque hasta ahora, lo normal era vivir bajo un dictador que controlaba el país y se enriquecía a su costa. No son militares ni guerrilleros, y están un poco hartos del título de revolucionarios. Solo se concentraron en una plaza y exigieron reformas, o marcharon por las calles para mejorar la situación. Ahora se dan cuenta de lo que consiguieron al unirse. Podían haber acabado inmersos en una guerra, como en Libia, o haber sido reprimidos o contentados con minucias como en otros países. Sin embargo, ellos lo lograron y el triunfo les sabe un poco agridulce. En Túnez el ministro de Asuntos religiosos avanza la despenalización del hiyab en edificios públicos, y en Egipto dimite el ministro encargado del patrimonio porque se ve incapaz de controlar los saqueos. Y el turismo sin volver. Y la situación política sin aclararse. Y los informativos que apenas se ocupan de ellos porque el mundo anda hambriento de nuevas noticias. Ahora toca Gadafi , al que ya nadie quiere como amigo después de haberle rendido pleitesía. Y el límite de velocidad, y las murgas- Pero los que ya no salen en la tele, ahí andan, sobreviviendo, como todos. Ahora qué, se preguntan. No estaría mal que, aparte de preocuparse por la subida del crudo, los gobiernos occidentales empezaran a ayudarles a encontrar respuestas.