Cae la tarde y en el silencio del puerto de El Aaiún, a unos 25 kilómetros de la capital del Sáhara Occidental, destaca suavemente el comienzo de la oración musulmana de la familia de Reduán en la sacristía de la iglesia. A ojos del visitante puede resultar más que paradójico encontrar a marroquís en un templo aún propiedad de la Iglesia española. "Yo nací en Casablanca, pero crecí en esta casa. Los curas permitieron que nos instaláramos en la sacristía tras la Marcha Verde y como no pagamos nada...", dice Reduán hijo, después de soltar la bicicleta y la caña de pescar que hoy le han dejado en el bolsillo tres míseros euros. "A veces ni siquiera eso. Es un trabajo muy duro".

La familia no eligió su destino, se lo impusieron. En 1975, civiles y militares españoles salieron en estampida. Se avecinaban los 16 años de guerra de los saharauis con Marruecos, y Rabat, con el ánimo de anexionarse el territorio aún hoy en litigio, movió a familias marroquís enteras hasta el Sáhara Occidental para aumentar un censo mediante el que pretendía probar que la antigua colonia española era parte del reino. Reduán y los suyos estuvieron entre las primeras cabezas de turco.

Mucho desierto

En 1977, el entonces joven Reduán padre fue destinado a la capital del Sáhara. Ni siquiera sabía situarla en el mapa. De la noche a la mañana Reduán se vio trasladando sus bártulos desde Casablanca hasta El Aaiún para continuar trabajando como director de la Banda de Música de la Marina Real. Nada más llegar encontró abiertas las puertas de una capilla. "Este es tu hogar", le dijeron los militares marroquís.

Sorprendido por la enorme cruz de Cristo en lo alto de la torre de un blanco impoluto, se instaló en la parte trasera del edificio, la sacristía, que se convirtió en su humilde y húmeda casa, en la que resultaría milagroso que entrara un rayo de luz. En las paredes, a cual más desconchada, no se abrió ninguna ventana. La familia aprovechó los espacios para medio organizar dos salones, una precaria cocina, una habitación donde duermen cuatro personas y un cuarto de baño.

Más de 30 años han transcurrido desde que Reduán y su familia dejaron atrás la apoteosis de ruidos y olores de la gran metrópoli marroquí por otro olor todavía más pesado: el del pescado. Toneladas de pescado fresco arriban cada día a la zona portuaria, a escasos metros de la iglesia, donde ya no hay culto, pero que se mantiene "teóricamente activa y limpia", señala el padre Rafael Muñiz, uno de los dos curas que permanecen en la ciudad.

Por aquel entonces, recuerda Muñiz, solo se había levantado la capilla, una gasolinera, algunos barracones militares y la casa del comandante de la Marina, y el pequeño puerto quedaba a cinco kilómetros. Hoy las hormigoneras trabajan a destajo para mejorar y ampliar la zona portuaria, que brilla por el reflejo de los minerales, los fosfatos de Bu Cra que llegan a El Aaiún a través de una larga cinta transportadora para embarcarse. El resultado de las obras de la zona portuaria es "ilegal", ya que afecta parte del terreno de la iglesia, pero los curas prefieren callar.

Base militar

De hecho, no es la primera vez. En la explanada de la iglesia se alza una base del Ejército marroquí. Solo la gigantesca cruz de hierro permite identificar el templo.

Fatema, la mujer de Reduán, parece eufórica. Por vez primera recibe en su casa a visitantes. Ni siquiera sus familiares la han visitado, porque para ellos El Aaiún es una ciudad lejana donde no hay nada que hacer. "Nos queremos ir de aquí, pero no tenemos dinero para pagar un alquiler", dice Fatema, envuelta en la melfa, la típica indumentaria femenina saharaui, algo muy excepcional entre las marroquís del Sáhara Occidental. Los chavales, Siftin y Abderrafak, de 6 y 8 años, juegan delante del televisor. Su destino no es difícil de prever. En bicicleta, con precarias cañas de pescar, y orando a Alá en la sacristía de la misma iglesia donde hoy viven con su padre y donde vivió su abuelo.