Una de las sorpresas de la temporada. De la temporada mía, claro está. Porque la alberca, según sospecho, está allí desde antes de casi todo. Lo cierto es que en Trujillo todo está desde hace mucho. La Alberca, barrunto, también. Lástima no haber comido allí antes.

Si a usted aún le funcionan las piernas, La Alberca está al final de un paseo, cuesta arriba, pero agradable. Trujillo está quintaesenciado en sí mismo. Trujillo se desparrama, pero solo se goza si se le anda cuesta arriba. Cené en La Alberca. Feria del Queso. Tuve suerte; reservé el mismo día y debí pillar el último número del sorteo. Llegué con y en calma. Entre bamboleantes pensamientos sobre lo que es, o pudiera ser, el tiempo. Lo que valen las piedras, lo que pesan y lo que cuesta levantarlas. Labras heráldicas arriba, buscando las últimas luces del día. Del bullicio de la plaza en feria, a las sombras de Santa María. Del estruendo al jadeo íntimo de los recodos del camino. De los vivos a las labras heráldicas de los muertos. Algo así como pasear por un cementerio inglés: mejora la lucidez de las entendederas y, al mismo tiempo, indefectiblemente, abre el apetito de carne fresca.

Por varios motivos La Alberca merece estas líneas. La charla que mantuve sobre vinos con quien parecía ser el dueño fue agradabilísima. Bastó que le diera pie para que se lanzara en tromba a pregonar las bondades de algunos de los mejores vinos extremeños. Llevo muchos restaurantes a las espaldas, algunas bodegas también, y en ningún sitio hallé mejor conversación sobre vinos. El hombre se mostró solícito en todo momento. Fue y vino para traer y mostrar tal o cual botella. Pasión. Se llama pasión, y apasionados son los que se la beben. Que si todavía le quedan botellas de aquel Gladiator que las narices de Robert Parker encumbraron, que si una gewurtraminer por aquí, que si una garnacha por allá. Habla que te habla, que la Esenzia de Toribio, que si tal o cual. Todo educadamente y sin atosigar. Para nota. De nota. Solo por esto merece la pena ir y volver a La Alberca.

Luego, el sitio. Las bellas callejuelas, las bóvedas de ladrillo visto, el pequeño patio, las flores cuidadas con mimo,… entrantes todos ellos que no aparecen en carta, pero predisponen para la felicidad. Un lugar de antes, de antes que Almodóvar nos rulara el gusto.

Y para postre, se come. A la carta y, en días pobres, menú diario. Una carta fundada en los sencillos platos de siempre. Ensaladas, raja y pela, mucha brasa y, por supuesto, croquetas. Trucha a la navarra, moraga a la trujillana, y queso, mucho queso. Y migas. Y revueltos. Precisamente un revuelto de morcilla de Guadalupe abrió plaza. Infausto recuerdo. A las tres de esa madrugada me desperté inquieto. Pensé en un primer pensamiento que bien pudiera ser un ataque de sana responsabilidad por tener que presidir la corrida de toros del día entrante. En realidad fue una insana indigestión de morcilla. Como de todo y todo lo digiero bien,… menos la morcilla. Que Dios y la Virgen Santa de Guadalupe me lo perdonen y no me lo tengan en cuenta el día del Juicio Final. Por cierto, al hilo me entra una duda, ¿se comerá en los Cielos? Supongo que Dios tendrá prevista esta diminuta, pero no baladí, contingencia.

El revuelto no estaba malo, una ración más bien pensada para compartir, que me zampé con gusto. De segundo chuletillas de cordero (el sitio presume de asador, de brasa y de carne). Lo que opino sobre las chuletillas de cordero en Extremadura ya se lo tengo dicho. Si no se ha viajado mucho estaban buenas. Y el postre del postre creo que fue un flan de coco, pero no puedo asegurarlo; bien presentado, pero más bien insípido. En fin, y en resumen, lástima no habernos conocido antes. La Alberca, escalera al cielo.

Las imágenes del restaurante La Alberca

Las imágenes del restaurante La Alberca