Ávila, para más yemas. Toda la carretera de Salamanca, desde el alto hasta el río, está festoneada de restaurantes. Mejores o peores, sin duda, pero todos al socaire de las buenas vistas. Ante ellos la estampa abulense por antonomasia: las murallas, enteras y calmas. Un trenecito, sin bruja, sube y baja repleto de turistas: los descarga, fotografían y los vuelve a cargar.

Los restaurantes de Ávila, aunque resulte obvio, se dividen entre los de intramuros, los que se acomodan en las partes más nobles del viejo casco urbano, y los de extramuros, fundamentalmente, los de la carretera de Salamanca. El Almacén, por ejemplo. Más abajo del Humilladero de los Cuatro Postes, casi junto al puente sobre el Adaja. Una vieja casa de ladrillo visto. En las rejas de una de sus tres puertas puede leerse 1880. Estaban, cuando llegué, al menos dos de ellas, cerradas. El Almacén es un restaurante y no oficia a ratos perdidos ni de bar, ni de cafetería, ni da desayunos ni bocadillos a los viajeros. Es un restaurante de varales tiesos. Por la tercera de las puertas, entreabierta, pedí la venia. Un señor con aire a Franco (sin fajín) me hizo saber, educadamente, que hasta la una y media no abrían. Y yo, a señor tan marcial, no me atreví a replicar. Esperé a la puerta principal cual perro de lazareto. Dos minutos antes de la hora señalada un camarero bien vestido, con su delantal hasta los tobillos, me abrió las puertas de la fortaleza.

Un sitio elegante. Pre-Ikea. Con sus maderas, con sus detalles de buen gusto, con su baño soberbio. Uno de esos baños en los que nunca se sabe cuál es el que te corresponde porque los rótulos también son de diseño. Pero notables. Desde el comedor las vistas son insuperables. Ávila y su muralla. El servicio, esmerado. Mucho camarero (sonriente) por comensal. La guía de vinos, telefónica. Pero por copas solo uno, un tempranillo conquense bastante humilde que hubiera sido bueno en otras circunstancias. Extrañas paradojas. En la carta equilibrio. Fuera de la carta tres o cuatro sugerencias interesantes.

El trasunto de Franco me apareció enfundado ahora en un terno azul. Me recomendó un guiso picante de calamares y langostinos y, en verdad, no defraudó. Creo que de venir algo más apetente me hubiera inclinado del lado del chuletón, pero visto que llegaba algo apretado, me limité a pedir un solomillo de añojo en salsa de uvas. Permítanme una digresión. Comer es un ejercicio de mesura. Y no siempre respeto (respetamos) la norma. En la espera hasta que abriera el Almacén, el perro del lazareto, o sea yo, hambriento, bajó a Casa Eladio, tan solo unos metros más allá, olió la barra y se zampó unas tapas de torreznos como no las recuerdo mejores y, ¡alabado sea el Señor!, otro par de ellas de lengua rebozada, también de grato trasiego. Digo esto para que expíen en carne ajena sus pecados y no cometan semejantes tropelías. El solomillo en salsa de uvas hubiera merecido mejor apetito. Suspenda pues, en esta ocasión, no el restaurante, sino el comensal.

Por lo demás todo grato. El sitio y la pitanza. En una mesa de ocho, el macareno presume de exportar a más de 150 países. Otra mesa me la imaginé familia con farmacia. Y a la pareja del fondo no me la imagino casada por amor. Lo de siempre, más menos, en sitios seriotes. Lo mejor llegó con el postre. Entre un listado bárbaro de dulcerías tuvieron la gentileza de, a mi requerimiento de fruta, responder con un sí quiero. Y se obró el milagro. Me ofrecieron naranja preparada. Tanto el camarero como quien preparó el plato manejaban el concepto con soltura, sin aspavientos, sin pasmos. Sabiendo. Pensando. Una humilde naranja cortada en rodajas, enriquecida con azúcar, canela y Cointreau. Un postre refrescante, delicioso y muy propio para poner fin a tanto desparrame.