Ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas, el ser vivo más viejo del mundo vive en el mar y es una almeja. La han encontrado unos científicos de la universidad de Bangor en Gales y, tras averiguar que sobrepasa los cuatrocientos años, han comenzado a hurgarle en las entretelas por ver si desentrañan el misterio de su longevidad. Me río yo de los misterios que pueda guardar una almeja, aunque no dudo de que los científicos galeses acabarán llegando por medio de una almeja a idéntica conclusión a la que llegaron hace ya siglos todos los grandes poetas del mundo por medio de una intuición: que el vivir cansa, pero el convivir mata. La longevidad es patrimonio de seres solitarios, entre otras causas porque a partir de cierta edad uno empieza a vivir hacia adentro, se almejiza, calcifica las paredes del alma con una costra de indiferencia que lo protege contra las apostillas de Aznar , contra los anuncios de televisión, contra los cuarenta principales, hasta que un buen día descubre que ya está uno en disposición de vivir de espaldas al infierno que, como se sabe, siempre son los otros. También los viejos dioses de la antigüedad, con todo lo inmortales que se creían, desaparecieron, precisamente, porque Júpiter sintió pánico de la soledad y convirtió el Olimpo en un parque temático. Es por todos conocido que de los inmortales sólo puede quedar uno. Por eso el Dios cristiano tampoco las tiene todas consigo, porque, siendo tres, son multitud, y de ahí nace el conflicto. Me inclino a creer que la batalla final la acabará ganando el Dios de los judíos, tan solitario, tan glacial, tan indiferente como una descomunal almeja.