Mirando el funeral de Michael Jackson he pensado en la novela histórica. Mirando este descarado empeño por levantar una leyenda donde antes sólo veíamos a un desequilibrado comprendo el porqué de tantos ídolos, tantas religiones, tanto estómago sin fondo viviendo del arte de crear ficción. El mundo es hoy una plañidera por un tipo al que ayer nadie habría contratado como canguro. Entiendo que a los que hacen de esto un negocio muy rentable no les importe emporcarse hasta las cejas; pero, los demás, a santo de qué. Quizás es sólo que no somos dichosos. Como decía Sabina: buscamos un encuentro que nos ilumine el día pero, como no llega, nos conformamos con el fulgor de estrellas ajenas, aunque sean de cartón piedra. Eso lo supieron bien los románticos y por eso se inventaron la novela histórica.

El huevo de una novela histórica romántica es la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Por fortuna, hoy sabemos lo suficiente de nosotros mismos como para entender que en todo tiempo y lugar hemos sido unos capullos. Esa es una de las cosas que uno aprende con la novela de Tomás Martín Tamayo, El enigma de Poncio Pilatos. Que la crueldad de Sila, la ambición de Sejano, la soberbia de Tiberio, la ignorancia brutal del pueblo, la manipulación de los sacerdotes no son patrimonio de ningún momento histórico. Compren esta novela. Llévenla a la piscina, a la playa.

Verán como encuentran que los tiempos están cambiando, pero no tanto. A poco que Jacko encontrara su San Pablo, crearía una nueva religión de millones de fieles. Pasamos la vida asumiendo sus misterios y nos iremos de ella convertidos en un enigma, dice el protagonista. Tal vez. Pero hay libros que nos ponen ante un espejo y el enigma queda reducido a un puñado de perennes ambiciones.