Cuando se quiere ensalzar la bondad de alguien se dice que sería incapaz de matar una mosca. Así que el tamaño del animal se establece como vara de medir y se logra la santidad cuando uno no se atreve ni a eliminar un insecto. Esta lógica se va perdiendo por el camino: si unos cuantos amigos nos hiciéramos de una cabra, le diésemos pases con arte y le clavásemos con gracia y temple una espada, seríamos llevados a la cárcel y considerados unos energúmenos. Pero si hacemos lo mismo con un toro podríamos incluso ser tratados como héroes y ganar dinero. Parece ser que no es cuestión de tamaño sino de tradición. Si nuestros abuelos y tatarabuelos hubieran lidiado cabras u ovejas hoy lo podríamos disfrazar de costumbre ancestral y no nos pasaría nada. Pero las costumbres se crean y se destruyen, como la materia. Hace 10 años que los quintos de un pueblo de Zamora dejaron de tirar cabras desde el campanario sin que el mundo se haya resquebrajado. Por eso no pasará nada si en Cataluña decidieran prohibir eso que llaman corridas de toros. Lo que resulta incomprensible, desde un punto de vista racional, es que hayamos tenido que esperar al siglo XXI para poder empezar a plantear estas cosas. Los animales no son personas, pero sí son seres vivos que no se merecen ni la crueldad ni el capricho de los bípedos. Es fácil obsequiar a un niño con un cachorrito rodeado de espumillones navideños y acabar dejándolo en la cuneta camino del hotel de la playa. Hoy es un buen momento para pensar, antes de hacer un regalo, qué será de esos animales dentro de unos meses. Ellos nunca nos abandonarían y lo mínimo es corresponder.