Cada día estoy más convencido de que a medida que el paso de los años nos va metiendo en edad provecta, cualquiera de los sentidos puede acarrearnos recuerdos y vivencias de tiempos lejanos, volviendo a ellas con la precisión de las golondrinas que, a pesar de la distancia, regresan a su nido cada primavera sin perder el norte ni equivocarse jamás.

Hace unos días, repasando un álbum repleto de fotografías, reparé en una en la que veía cómo dos tinajas de barro adornaban el porche de mi casa, como si de reliquias se tratase. Y ahí comenzó mi ensimismamiento, abstrayéndome de cuanto me rodeaba en ese momento, dando lugar a la mágica película de nostalgias y recuerdos familiares, cuando en mi pueblo aún no había agua corriente y las mujeres tenían que desplazarse hasta las fuentes públicas para acarrearla en cántaros de arcilla con un asa, soportando sus pesos sobre la cabeza, verdadero alarde de equilibristas, protegida por una prenda circular y almohadillada de trapo a la que llamaban ‘rodilla’, o apoyada en la cadera, mientras que otro cacharro colgaba de su mano. El grifo de las pocas fuentes que había en Malpartida se activaba sólo durante algunas horas al día, por lo que de noche colocaban las mujeres los recipientes según iban llegando, haciendo una fila que marcaba el orden y era rigurosamente respetado cuando el alguacil, provisto de una extraña llave de mango largo, daba paso al líquido elemento.

Una vez en la casa, la mujer distribuía el agua de tal manera, que una parte pudiera utilizarse para el aseo personal almacenándola en grandes jarrones desde los cuales sería vertida en palanganas de porcelana o latón esmaltado; en barreños de cinc para lavar la loza y la ropa de la familia, y en la tinaja para beber. Ésta era de barro, tenía forma ovalada con boca y pie más estrechos que la panza y medía alrededor de un metro de altura. La boca se cubría con un plato o tapadera de madera adornada en ocasiones por paño hecho de ganchillo, donde reposaba un puchero metálico con asa que nos permitía tomar el agua para saciar la sed y devolver la que sobraba de nuevo a la tinaja, pues no estaban los tiempos para dispendios. Del mismo tazón, naturalmente, bebíamos todos los miembros de la familia e incluso quienes visitaban la vivienda por razones de amistad o vecindad. Por esta costumbre tan común, no eran extrañas las boqueras, o ‘chujeras’ como decíamos en el pueblo, infecciones en las comisuras de los labios ocasionadas por hongos, bacterias o virus depositados en el recipiente por algún afectado de los que hacía uso de él, desde donde era transmitido a otras personas al dar el sorbo.

Cuando la tinaja sufría alguna «herida» por la cual se le escapara la «sangre» hecha agua, era imprescindible la presencia del «cirujano» y las mujeres acudían prestas a él cuando escuchaban en las calles el grito de «el lañadooor; se arreglan botijos, tinajas, palanganas…», quien, después de pasar sus expertos dedos por la grieta, procedía al taladro a ambos lados de ella valiéndose de un berbiquí y la colocación de cuantas grapas de hierro fuesen necesarias, como puntos de sutura, que luego rellenaba con una especie de cemento rápido, dejando la panza como el corsé de una señora de postín. Y todo el trabajo realizado en el acto, arrellanado en el suelo de la calle como improvisado taller sin techo y ante la presencia de quien reclamó su servicio.

La tinaja ‘enferma’ dejaría de estarlo por unas pocas monedas y seguiría desempeñando su misión de almacenar agua y colmar la sed de sus dueños.

Más sano era el botijo, al que siempre denominábamos ‘barril’, también de barro con asa en la parte superior; orificio ancho para el relleno, protegido con una pieza tupida fabricada para impedir la entrada de insectos, y pitorro tapado por un palo afilado de quita y pon, sujeto a él con una guita, por donde salía el agua para ser bebida ‘a galrro’, es decir, elevando el recipiente por encima de la cabeza para que el agua, a la distancia que permitiesen los brazos, cayera directamente en la boca sin derramar ni una sola gota. De este modo se evitaba la posibilidad de ‘chujeras’, pues el pitorro no se tocaba con los labios. Cuando el botijo se vaciaba, lo anunciaba el sonido de un chinarro que permanecía siempre preso y nunca supe por dónde entró, sin poder escapar del recipiente. Era el sonido una llamada al relleno, igual que la hoja roja de los libritos de fumar el anuncio de que había que pasarse por el estanco y comprar otro, porque las blancas que envolvían el tabaco estaban a punto del finiquito.

Recuerdo la pescadería de tía Conce y tío Delfino, a la que mi madre, de vez en cuando y en verano, nos mandaba llevar el barril para que lo introdujesen en un moderno frigorífico que refrescaba el contenido. Al poco rato íbamos a recogerlo, pagábamos por el servicio un real (la cuarta parte de una peseta) y regresábamos con él a casa, habiéndonos bebido mi hermano y yo la mitad en el camino. La otra mitad duraba menos de dos minutos nada más franquear la puerta de casa, pues era todo un lujo disfrutar del frescor inusual del agua.

-¡Vale ya! ¿no?- recriminábamos al que se excedía, ansioso, en el trago.

Cuando se adquiría un botijo, antes de beber por él la primera vez, había que ‘curarlo’ con el fin de eliminar alguna impureza y quitar el sabor a barro. Para ello se conocían dos métodos: o se dejaba con agua dentro un día entero, que sería derramada y cambiada por otra nueva, o a esa primera agua se le añadían una o dos copas de anís que, según algunos, era «mucho mejor, dónde va a parar».

Hasta en la baca de los «cochecuadrillas» de toreros, atado, viajaba el búcaro blanco con el nombre del «maestro» escrito con el dedo untado en pintura, acompañando a los ‘coletudos’ a la plaza, pero ha sido reemplazado por botellas de plástico con agua fresca, que estará más rica, pero tiene menos solera.

Actualmente es raro ver cántaros, botijos o tinajas en las casas si no es como instrumento ornamental, pues el leve frescor que daban al agua y la incomodidad del transporte y relleno, han sido sustituidos por grifos caseros, frigoríficos… y hasta congeladores, que la transforman en cubitos de hielo. Y las ‘chujeras’ fueron erradicadas, porque el agua se bebe en vasos de vidrio que después son colocados en la pila del fregadero o lavavajillas sin miedo al contagio. Ahora basta accionar el grifo de agua caliente o fría para ver salir el chorro en el propio domicilio y hacer uso de él sin tanto escatimar su consumo por el esfuerzo del acarreo.

Y es que, como decía don Hilarión en la zarzuela La verbena de la Paloma: «Los tiempos cambian que es una barbaridad» y nos parece chocante que las Maestras de Infantil todavía enseñen a sus pequeños alumnos esta bonita canción:

Ya no bebo más agua

de tu tinaja

porque he visto una rana

que sube y baja.

Ya no bebo más agua

de tu puchero,

porque he visto una cosa

que me da miedo.

También el cántaro pasó a formar parte de la historia, pues ya solo puede verse transformado en zambomba por Navidad o instrumento de percusión cuando es azotado con una zapatilla de esparto en alguna rondalla de campanilleros. Y El Quijote se hace eco de él varias veces en sabias frases: «Y a vos, alma de cántaro, quién os ha encajado en el cerebro que sois Caballero andante»… «Si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro»… que después de roto se utiliza como albergue de flores para embellecer balcones, terrazas o entradas en las casas de los pueblos extremeños.