Unas 47.000 personas visitan cada año la Antártida en cualquiera de las modalidades turísticas, desde el crucero sosegado que no toca tierra hasta la aventura de hollar el polo, una cantidad que puede gestionarse de forma adecuada pero que se acerca peligrosamente al máximo aconsejable. Esto es al menos lo que opina Juan Kratzmaier, que acumula 30 expediciones al continente como guía multiusos, hotelero y fotógrafo. Su perspectiva no es la habitual del mundo científico: por una parte, ama la Antártida como un fanático; por otra, vive de ella. "Me preocupa el futuro --resume--. La situación todavía no es grave, pero debería firmarse pronto un acuerdo internacional que regulara cuáles son los cupos asumibles y las modalidades permitidas de turismo".

Kratzmaier, argentino de Bariloche, explicó ayer su experiencia en un acto organizado por la Societat Catalana de Biología en el Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona.

España, que es 28 veces más pequeña que la Antártida, recibe 60 millones de turistas anuales, pero está claro que la situación no es la misma, asume Kratzmaier. El 95% del continente se mantiene prácticamente virgen porque las visitas y la mayoría de las bases se concentran en la misma zona (islas Shetland del Sur, península Antártica y zonas aledañas). "Se visitan 200 emplazamientos, pero 13 son los que reciben una gran presión de miles de personas", dice.

¿REPARTIR EL IMPACTO? El dilema es el siguiente: "¿Debemos concentrar el turismo en unas pocas zonas, aun a sabiendas de que se pueden estropear, o debemos repartir el impacto en todo el continente?" En su opinión, 50.000 personas anuales son asumibles si las cosas se hacen bien.

El 95% de las visitas a la Antártida las realizan un centenar de compañías privadas que están asociadas en la organización IAATO. "Mi experiencia en 13 empresas diferentes me dice que las normas se cumplen", dice.