Si yo fuera alcalde de Mérida plantaría cipreses por doquier. Los echo en falta. En Mérida, claro está. Cada ciudad debería tener miles su propio árbol. Guernica el roble, Elche la palmera y Mérida… Mérida el ciprés. Miles de cipreses marcando las horas. Alegres, como en Italia; celestiales, como en la España fúnebre de los cementerios. Mitad y mitad. Como Mérida. Mérida, tan de golpe. Mérida en un puño. Cabalgada de presente. Y de turistas. Los turistas comen en desorden. Como una legión furiosa tras un asalto. En fin, es lo que hay (en Mérida).

Cada vez que voy procuro pisar el Parador. Tiene su puntito caduco. Recordar es parte del lujo. Un lujo tranquilo. Aroma a setentas. Ahora menos, porque han reformado los baños de la cafetería, se han quitado cuarenta años, los mismos cuarenta que me han echado a mí, de repente, encima. El Parador y la Plaza de España, con su aire rural y su casino. En medio, el arco de Trajano; que según tengo entendido ni es de Trajano ni siquiera arco triunfal. Al fin y al cabo,… ¿qué más da Trajano que Tiberio? ‘A de Arco’ es un buen sitio para comer (y puede que hasta para cenar). Está donde tiene que estar, que es lo que solía decir Ricardo Torres ‘Bombita’ cuando le preguntaban por Sevilla. Otros dicen que fue Rafael el Gallo quien lo dijo. En todo caso, fuera el ‘Bomba’ o fuera el ‘Divino Calvo’, lo que resulta incontestable es que tanto Sevilla como ‘A de Arco’ están donde tienen que estar.

Una terraza cómoda y al pairo del oleaje. Me ofrecieron comer fuera y luego dentro, junto a la barra. Bien está quizá para algo más informal, para elevar la voz y las copas. Tras un leve forcejeo conseguí subir al comedor. Me gusta comer en primeras plantas. Me recuerdan al Nicolasa de San Sebastián o al Lhardy de Madrid, y me predisponen a comer en calma. Quise ver el arco, pero el comedor tira a ciego; está tan cerca del arco que éste no se ve, está dentro. Solo por ese detalle merece la pena subir las escaleras aún sin piolet.

CATALANES // En el reservado, una mesa de siete u ocho catalanes. Piden jamón, claro. Entre los sillares del arco y yo, dos parejas de Madrid hablan de lo bien que comieron en Buitrago de Lozoya. Al fondo, dos turistas bárbaros. Miro las piedras, parecen comer con nosotros, y, cuando vuelvo en mí, descubro una mancha de carmín en el vaso del agua. Con gas (el agua), por supuesto. Y me siento enamorado. Dudo si reclamar… No tienen ningún crianza de Rioja por copas, así que me sirven el único Duero que cumple los otros dos requisitos. Viña Mayor Roble,… no me gusta. Y pienso en esos labios de mujer…

Medias, dos medias. Terciopelo en el revuelto de morcilla. Notabilísimas las mollejas. Quizá, dirán paladares en exceso europeizados, salvajemente torturadas por el ajo. Para mí, devoto rendido del ajo, casi también. Dolor y placer. Los dos en el plato. La esencia del éxtasis. Magníficos los dos para comer, oír y meditar sobre Trajano, Tiberio y el «sic transit gloria mundi». El solomillo de retinta, correcto, pero desangelado de guarnición.

Al final se llevaron el vaso, el beso y el agua que contenía. El camarero no dijo nada, tal vez pensara que el carmín era mío y mi petición en extremo absurda. No me atreví a preguntar. Ni siquiera por el agua que iba dentro. Tres bolas de helado y poco más. Final a menos. No comí mal, lo peor, el vino y el amor que se quedó en el vaso. Lo mejor, el revuelto de morcilla y el amor que pudo haber sido. Tomen nota: Restaurante ‘A de Arco’, fundamentalmente porque está donde tiene que estar, porque tiene el arco dentro, las morcillas saben a terciopelo y dan de comer en un primer piso. Eso sí, eviten coincidir con hordas bárbaras de turistas deslenguados.