TEtl compromiso por la paz en el mundo consta de dos planos contrapuestos: por un lado el mundo de las palabras y por otro el de los hechos. No hay nadie que no desee la paz en el mundo y a lo largo del mes entrante verán como todo bicho viviente se dedica a desear la felicidad del prójimo y el fin de las guerras. Los propios mandatarios de los estados harán votos para el año próximo y nos jurarán ser adalides de la concordia. Mientras tanto, cada minuto muere una persona de forma violenta y no precisamente por armas de destrucción masiva sino por las llamadas armas ligeras, esas que integran el tercer mercado más lucrativo del mundo tras el petróleo y las drogas.

Hace unas semanas los miembros de Amnistía Internacional parodiaban un desfile de modelos con las más afamadas y mortíferas maquinitas de matar. El principal mercado de las mismas son los conflictos bélicos que llaman de pequeña magnitud y que, a la postre, acaban por engrosar las cuentas de unos accionistas del primer mundo que comerán pavo y bendecirán la mesa. Nunca la muerte fue un negocio tan redondo, sobre todo desde que descubrieron que las guerras se pueden organizar bien lejos de casa, donde la sangre no salpica. Las empresas fabricantes de armas obtienen los componentes en muchas partes del mundo. Muchas veces montan sus productos en países donde los controles sobre el destino final de éstos son poco estrictos. Es así como las armas van a parar a manos de quien no las concibe sino para ser usadas. No es hora de lamentarse sino de exigir a los gobiernos occidentales que impidan que ya hayan muerto un par de personas desde que empezó a leer esta columna.