Mi contacto con la autoaniquilación me llevó a tomar la decisión de fantasear menos y robar más. Reducir la vida mental resulta doloroso, pero la audacia que adquirí tras el trance contribuyó a cicatrizar la herida. En el plazo de una semana,realicé cinco golpes --cada uno en la jurisdicción de un departamento de policía diferente, cada uno con distinta forma de entrar--, de los que obtuve un total de 700 dólares y unos centavos, dos relojes Rolex y un Smith & Wesson del 38 que pensé limar hasta que toda su superficie estuviera absolutamente rayada: el arma definitiva de un ladrón de casas. Entonces, el destino me hipotecó a la historia y mi ascensión y caída empezaron a la vez.

Fue el 5 de junio de 1968, la noche siguiente de que dispararan a Robert Kennedy en L. A. El senador yacía en su lecho de muerte en el hospital Good Samaritan, el lugar donde yo nací. Los noticiarios de televisión mostraban enormes multitudes que celebraban una vigilia a las puertas del hospital, y enormes multitudes significaba casas vacías. Walt Borchard me había contado que las zonas residenciales cercanas a los centros médicos estaban llenas de enfermeras: eran buenos lugares para "patrullar en busca de chochos". Tal combinación de factores sugería un paraíso para el ladrón, así que me dirigí al centro con la cabeza llena de visiones de grandes casas vacías.

Wilshire Boulevard era un flujo constante de coches que hacían sonar el claxon en una comitiva fúnebre prematura. La acera del hospital estaba abarrotada de mirones, de gente que guardaba luto antes de tiempo y agitaba pancartas, y de hippies que vendían pegatinas para coches que decían "Rezad por Bobby". Entre la multitud había varias mujeres vestidas de enfermera y empezó a crecerme en la boca del estómago una agradable y sólida sensación. Dejé el coche en un aparcamiento de Union Avenue, a varias manzanas al este del Good Samaritan, y fui andando. Mis fantasías iniciales acerca del barrio no se cumplieron. Allí no había casas grandes, solo edificios de apartamentos de 10 y 12 plantas. Cuando probé las puertas exteriores de los tres primeros monolitos de ladrillo rojo que encontré a mi paso y descubrí que estaban cerradas, la sensación de solidez se esfumó. Después, en la esquina de la Sexta con Union, eché un vistazo al último bloque que acababa de dejar atrás y observé planta tras planta de ventanas a oscuras y, en un edificio tras otro, idénticas escaleras de incendios adosadas. Volví sobre mis pasos y, entrecerrando los ojos, me puse a mirar hacia arriba en busca de alguna ventana abierta.

El tercer edificio del lado este de la calle atrajo mi atención: tenía una ventana entreabierta en el quinto piso, accesible desde el rellano de la escalera de incendios. Comprobé si había algún posible testigo, no vi a nadie, y arrastré un cubo de la basura vacío hasta situarlo inmediatamente debajo de la escalera de incendios. Dominé un ataque de miedo que me hizo castañetear los dientes, me subí al cubo y me encaramé al último tramo de peldaños.

Hacía una noche clara, pero sin luna. Me puse los guantes y me obligué a subir de puntillas, como la Sombra Sigilosa cuando se acercaba a una víctima. Al llegar al descansillo del quinto piso, atisbé hacia abajo; tampoco esta vez vi a nadie y probé la puerta de incendios. Estaba abierta y daba a un largo pasillo deteriorado. Era la ruta de acceso más segura... si no tenía dificultades para abrir la puerta de mi objetivo. En cambio, la ventana, con un metro de vacío y veinte de caída entre ella y yo, parecía más poderosa y siniestra.

Con la pierna derecha extendida al máximo, intenté levantar el cristal con el pie. La ventana se resistía pero, cuando conseguí un punto de apoyo, logré abrirla por completo. Me agaché y, bien agarrado, alargué la pierna de nuevo hasta colarla por el hueco oscuro; después, antes de que me atenazara el pánico, salté del descansillo impulsándome con el otro pie, me agarré con ambas manos al marco de madera de la ventana y efectué una entrada silenciosa y perfecta.

Me encontraba en una modesta sala de estar. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguí un sofá y unos sillones desparejados, unas estanterías hechas con ladrillos y unos tableros llenas de libros de bolsillo, y un pasillo que se abría a la derecha, directamente delante de mí. Del otro extremo llegaba un extraño sonido y me estremecí al pensar que pudiera haber un perro guardián. Saqué el cincel, avancé por el pasillo hasta una puerta entreabierta de la que salía luz de velas y, de inmediato, supe que aquellos ruidos eran los de una pareja al hacer el amor.

Un hombre y una mujer yacían en la cama, entrelazados. Estaban bañados en sudor y se agitaban como serpientes, con movimientos a contrapunto: él, embistiendo implacablemente, arriba y abajo, adentro y afuera; ella, medio de lado, empujando hacia arriba con las piernas entrelazadas detrás de la espalda de su pareja. Encima de una estantería, la llama de una vela se movía al ritmo de la ligera brisa que entraba por una ventana abierta y bañaba la habitación en penumbra, con largos bamboleos de luz en una danza de llamas que terminaba en el punto donde se unían los amantes.

Los gemidos subieron de tono, remitieron y se convirtieron en jadeos medio verbales. Observé que la luz de la vela iluminaba al hombre mientras penetraba a su pareja. Cada parpadeo hacía más hermoso y más explícito el punto de unión. Paralizado, sin pensar en el riesgo que corría, me quedé mirando. No sé cuánto tiempo estuve allí pero, al cabo de un rato, empecé a saber cuál sería el siguiente movimiento de los amantes y pronto empecé a moverme con ellos, en silencio, desde una distancia que parecía vasta pero íntima. Sus caderas se alzaban y caían; las mías también, en perfecta sincronía, rozando un espacio vacío que parecía bullir de cosas que crecían. Pronto, los gemidos de la pareja se intensificaron al unísono, se aceleraron, hasta que pareció que nunca volverían a calmarse. Me sorprendí a mí mismo a punto de gemir con ellos, pero la Sombra Sigilosa me mandó una advertencia profesional y me mordí la lengua. En aquel momento, todo mi ser se disparó como un cohete en mi entrepierna y los amantes y yo nos corrimos a la vez.

Ellos se dejaron caer en la cama, jadeando, ferozmente agarrados el uno al otro; yo me apoyé en la pared para contener las ondas de choque residuales de mi explosión. Apreté la espalda más y más fuerte, hasta que pensé que me partiría el espinazo; entonces, oí unos cuchicheos y una voz de una radio llenó el dormitorio. Un locutor anunciaba con tono sombrío que Robert Kennedy había muerto. La mujer empezó a sollozar y el hombre susurró:

--Vamos, vamos. Sabíamos que iba a pasar.

Las últimas tres palabras me sobresaltaron y retrocedí por el pasillo hasta la sala. Vi unos pantalones de pana tirados en un sillón y un bolso en el suelo, al lado. Pendiente del resplandor de la luz de la vela que escapaba del dormitorio, saqué una cartera del bolsillo trasero de los pantalones y un monedero del bolso abierto. Después, salí por la puerta antes de que el hermoso imán de la vela pudiera atraerme de nuevo hacia los amantes.

En el coche, antes siquiera de animarme a examinar el botín, tuve un terrible momento de revelación. Supe que tendría que hacer aquello una y otra vez y, a menos que mis beneficios criminales hicieran que mereciese la pena el riesgo, moriría de sumisión a aquella ansia. Pensé en las joyas y tarjetas de crédito que escondía en el armario de mi casa y en los nombres y lugares favoritos de los peristas que Walt Borchard había mencionado en sus numerosos monólogos cerveceros. Fui a casa, recogí el botín y salí a añadir otra muesca a mi profesionalidad. Por el camino, me sentí saciado; suavemente calmado, pero lleno de determinación.

Amoroso.