No hace demasiados años, discutía con un policía gallego sobre la maldad y el placer que algunos asesinos descubren en su primer crimen, una sensación casi adictiva que les empuja a seguir matando. Mi certificada bondad para algunas cosas me dificultaba comprender la teoría de aquel investigador sobre la sed de sangre de esos criminales. "Ven, te enseñaré algo". El policía encendió su ordenador, accedió a la carpeta de El crimen del Putxet y abrió otra carpeta con el reportaje gráfico del levantamiento de dos cadáveres. Mayte de Diego llevaba unos pantalones blancos el día de su muerte. La prenda reveló que se orinó y defecó de miedo cuando, el 22 de enero del 2003, Juan José Pérez Rangel la abordó tras estacionar su Fiat Punto en la plaza número 15 de la primera planta del párking de la calle de Bertran, número 28, de Barcelona. Jamás he vuelto a ver una imagen tan cruel. Era el rostro del terror. Del miedo. La huella de un asesino despiadado. El rastro del asesino del Putxet.

Once días antes de asesinar a Mayte de 11 golpes en la cabeza con un martillo de encofrador, Rangel había asesinado en ese mismo párking a María Angeles Ribot. Dos crímenes salvajes en un mismo escenario que conmocionaron a la ciudadanía y que permitieron una de las mejores investigaciones del grupo de homicidios de la Policía Nacional de Barcelona, que en aquellos años dirigía el inspector jefe José Jacinto Pérez.

El primero de los crímenes pasó muy desapercibido para la prensa. María Angeles Ribot, de 49 años, casada y con cuatro hijos, había sido asesinada y el autor se había llevado dos tarjetas de crédito y su teléfono móvil. La víctima recibió una treintena de cuchilladas, la mayoría superficiales, aunque dos, una en el costado y otra en el abdomen, eran profundas. Pero ninguna mortal. La mujer murió de varios martillazos en la cabeza.

MENSAJE AL MOVIL No habían pasado ni cuatro horas del descubrimiento del cadáver y Antonio Malero ya lloraba la pérdida de su mujer, cuando el marido recibió un SMS desde el móvil de María Angeles: "Me encuentro bien pero no me esperéis esta noche, no iré a dormir". Rangel empezó así un tortuoso chantaje al marido de la víctima, exigiendo dinero a cambio de datos del asesino, y durante el que dio la pista a partir de la cual la policía pudo llegar hasta él.

Tras asesinar a María Angeles, utilizó una de sus tarjetas en un banco de la calle de Balmes de donde extrajo 300 euros. Después lo intentó en otro de la plaza de Catalunya. Por los horarios de los movimientos de las tarjetas bancarias, los investigadores reunieron las imágenes de todas las cámaras que podrían haberlo grabado. Consiguieron un primer fotograma de un cajero de la plaza de Catalunya, muy borroso, y una segunda imagen, cenital, de una cámara de El Corte Inglés del que solo se apreciaba un pelo muy corto y una incipiente coronilla. No tenían nada más con lo que empezar a trabajar. En el escenario encontraron una colilla, cuyo ADN no estaba identificado en la base de datos, como tampoco lo estaba la media palma de mano, con sus huellas dactilares, que el asesino dejó en la bolsa de basura industrial con la que tapó el cuerpo de su primera víctima.

Once días después, el policía Antonio Almau, de guardia de homicidios aquella noche, telefoneó a su jefe. "El asesino del párking ha vuelto. Ha matado a otra". Y le costó creerlo. No podía ser. Llegó a pensar que era una broma, pero aquel investigador maño al otro lado del teléfono permanecía serio y contundente: "Pepe, ven".

El asesino había regresado al párking del Putxet. Esta vez la víctima fue Mayte de Diego, de 46 años, propietaria junto a su marido de un gimnasio muy cerca del aparcamiento. Desde que asesinaron a María Angeles, la mujer estaba aterrorizada, el asesino no había sido detenido, y le pedía a su marido, Ruperto Bilbao, que la acompañara hasta el coche. Ese día el marido no pudo, y ella se dirigió sola a la primera planta del estacionamiento.

Cuando vio al joven, Mayte no opuso resistencia. El miedo la paralizó. Rangel llevaba en la mano el martillo encofrador. La obligó

a bajar por las escaleras de servicio hasta el descansillo de la quinta planta. La esposó con unos grilletes a la barandilla. Le quitó los cordones de las zapatillas y con ellos le inmovilizó los pies. Le introdujo recortes de periódicos en la boca y le cubrió el rostro con una bolsa de plástico que fijó al cuello con una cuerda. Le destrozó el cráneo con el martillo. Se llevó el bolso.

CIUDAD SOBRECOGIDA Barcelona se sobrecogió. Las mujeres no bajaban a los párkings por miedo. Y empezó una presión, insoportable, al jefe de homicidios. Era la prioridad. En una de las llamadas de Rangel al marido de la primera víctima le citó en los baños del Bare Nostrum de la calle del Consell de Cent, a pocos metros de la redacción de El Periódico de Catalunya , para que dejara tras la escobilla un dinero que no recogió.

Alvaro y otro policía fueron un domingo al bar. Buscaban a alguien joven, con coronilla, del que tenían solo el rostro borroso de la imagen de la cámara de un cajero automático. Fuera del bar, a una distancia prudente, el policía Miquel Justo y una compañera identificarían con cualquier excusa a los sospechosos que Alvaro les fuera señalando desde el interior. Marcaron a un joven, después a otro, y cuando Rangel entró en el bar, a Alvaro le dio un vuelco al corazón. Todavía lo recuerda. El joven entró solo, saludó al camarero y accedió al interior a guardar sus palos de billar. Conocía el lugar y le conocían a él. Al salir, tras tomarse una cerveza, la luz halógena de un fluorescente le dio en la cabeza de tal manera que hizo el mismo efecto de coronilla que la imagen cenital de la cámara de El Corte Inglés. Alvaro se puso nervioso y telefoneó a Miquel. "Mira el que sale ahora. Creo que es él. Fíjate bien". A cinco cuadras del bar, Miquel paró a Rangel y se identificó como policía, era un control rutinario que no despertó ninguna sospecha en el asesino. Cuando teclearon su identidad en la base de los DNI descubrieron que el joven, sin antecedentes, vivía con sus padres y su abuela en La Mina. Que tenía una hermana que trabajaba en La Caixa y que durante un mes tuvo alquilada una plaza de moto en el párking del Putxet. Lo tenían.

Durante tres días le siguieron las 24 horas. No hacía nada. Salía de su casa con un bocadillo envuelto en papel de aluminio bajo el brazo y vagabundeaba por las calles de la ciudad.

Al cuarto día la policía le detuvo llevando a su madre a la compra en coche en la Ronda del Litoral después de que el periodista Carlos Quílez, entonces en la Cadena SER, telefoneara al jefe superior, Miguel Angel Rancaño, para decirle que sabía que estaban a punto de detener al asesino del Putxet. El registro en su domicilio duró varias horas. Frente a la estatua de Camarón, tras las persianas bajadas, la abuela de Rangel, no se movía del sofá, mientras la madre decía a la mujer: "Tranquila, mamá. No pasa nada".

Los agentes desmontaron la puerta de su cuarto quitando las bisagras para poder entrar, tal era la cantidad de libros y trastos que había amontonados en la habitación. Su madre tenía prohibido entrar. Había recortes de El Periódico hablando de sus crímenes, las llaves de los grilletes, y una libreta con anotaciones. La policía supo después que Rangel acudió una tercera vez al párking en busca de una nueva víctima. Pidió llevarse consigo su libro de cabecera: El señor de los anillos .

SOLO CONFESO UNA VEZ Ya en el despacho del jefe de homicidios, Rangel reconoció ante el policía que había sido él, que era cocainómano, y que las mató para robarles. La abogada de oficio que llegó al rato le aconsejó no declarar. Rangel se cerró para siempre y nunca más, ni durante el juicio ni después, asumió sus crímenes.

¿Por qué las mató? Cinco años después, los periodistas Neus Sala y Jordi Fusté lo visitaron en la cárcel de Quatre Camins. Se había dejado el pelo largo, peinado hacía atrás, engominado. Había memorizado el sumario de su caso y despedido a su abogado. Sobrecogía por su frialdad: "¿Qué preferís que os diga, que soy culpable o que soy inocente?", preguntó sin inmutarse. Fue condenado a 56 años. No saldrá de prisión hasta el 2035. Entonces tendrá 56.