TMte acuerdo de aquella tarde en el parque de Cánovas, cuando yo tenía seis años, en la que se me ocurrió birlar un caramelo en un quiosco mientras mis padres compraban una bolsa de pipas. Unos metros más adelante, llegando a la Cruz de los Caídos, decidí confesarles (con orgullo) el hurto. Mi padre, una persona muy recta (y en aquellos tiempos demasiado visceral), me llevó de la mano, muy enfadado por mis inclinaciones delictivas, hasta el hombre de las chucherías para que le devolviera el caramelo. Fue una escena instructiva, porque tras ese mal trago me juré que nunca volvería a sonrojarme a los ojos de nadie por apropiarme de lo ajeno.

La anécdota me la ha refrescado este aforismo que he leído en una novela de Marta Rivera de la Cruz : "El buen Dios perdonará a los que roban libros si es para leerlos o estudiarlos". Gracias a los vasos comunicantes propios de la literatura, me he acordado de otras novelas, las de Bashevis Singer , en las que los personajes actúan no empujados por nobles ideales --como los que me enseñaron en casa siendo niño--, sino por el azote de sus incontrolables pasiones. Leyendo a Singer, o a Hamsun , o a Dostoievski siempre me he preguntado si es oportuno que el ser humano ate en corto sus pasiones o si por el contrario es legítimo alimentarlas para apurar al máximo el cáliz de la vida. El tema no es baladí, porque las pasiones, la deformación del alma como las definiera Ortega , son inherentes a nuestra naturaleza.

Ahora que nadie me lee --al menos no mi padre, que anda de viaje--, reconozco que aquella tarde me equivoqué: debí confesar mi crimen después de comerme el caramelo.