TEtn la estación de autobuses siempre es domingo por la tarde, y el aire huele denso, a café de bar y madrugadas insomnes. Yo llegué a odiar ese olor cuando era estudiante. Entonces se podía fumar en cualquier parte, y hasta comer. Recuerdo viajar atufada por el puro del de atrás o intentando esquivar la lata de mejillones del de al lado. En la pantalla, Joselito cantaba subido a un carro, y atrás, dormitábamos o reíamos los que volvíamos a casa. En Navidades la niebla no dejaba distinguir el camino y las curvas de Miravete se intuían desde las ventanillas siempre empañadas. Algunas veces se vendían más billetes de la cuenta, y nos agachábamos para que no nos viera la policía. Años más tarde, me aprendí de memoria el camino a Sevilla, y conocí a personajes que nos hacían descender de los peces o que gritaban que un hombre sin cuernos es como un jardín sin flores, para separar al cobrador que andaba pegándose con otro mientras los demás contemplábamos la escena. No había móviles, ni mp3 así que dormíamos o hablábamos, procurando que el viaje acabara lo antes posible. Luego aprendí a conducir y olvidé todo eso. Algunos días, por cansancio o miedo al mal tiempo, me subo a un autobús, y paro en las estaciones de entonces, algo más cochambrosas y con menos viajeros, con el bocadillo de tortilla fosilizado en la imagen. Ya no se fuma y se habla menos, pero sigue oliendo a domingo y despedida. Ahora, cuando hago al revés el camino aprendido hace años y llamo hogar al lugar del que partía, me doy cuenta de las vueltas que nos hace dar la vida para acabar volviendo a Itaca, no sé si más sabios pero nunca los mismos.