La monja y escritora española Luisa de Carvajal y Mendoza (1568-1614) aborrecía la comida inglesa, y el Londres de su época le parecía una ciudad sucia, ruidosa y violenta.

Eso es lo que se desprende de las cartas que envió a sus parientes y amigos en España y Flandes, que ha traducido ahora por primera vez al inglés Glyn Redworth, profesora de historia de la Universidad de Manchester.

El centenar y medio de cartas de Carvajal, nacida en un pueblo de Cáceres y fallecida en Londres, son, gracias al poder de observación y atención al detalle de la autora, un extraordinario documento sobre la vida en la capital británica a comienzos del siglo XVII.

"La comida tiene buen aspecto, pero no huele ni casi sabe a nada", critica Carvajal, una mujer independiente y gran escritora, considerada como una de las mejores poetisas místicas en lengua española, que lo abandonó todo para ir a predicar a Inglaterra.

En comparación con su España, Inglaterra le parecía un país falto de sofisticación, casi bárbaro, como lo demostraba el hecho de que sólo en Londres, según escribe, se enviase cada mes a la horca a un mínimo de veinticinco ladrones, "algunos niños de diez u once años".

La monja siente repugnancia por la falta de instalaciones sanitarias y señala que "Inglaterra tiene más pestilencias que Egipto", lo que no debe extrañar cuando se usaban, como explica, los mismos carros para transportar un día zanahorias y al siguiente, a víctimas de la peste.

Londres, una ciudad entonces de 200.000 habitantes que vivían hacinados en casas de madera, le resulta difícil de soportar por los ruidos constantes de los vecinos, que no la dejan dormir.

Luisa de Carvajal fue invitada a Inglaterra en 1605 por los jesuitas ingleses para que llevase allí a cabo una labor misionera clandestina.

Cuentan sus biógrafos que los instrumentos que utilizaba para disciplinar su cuerpo le fueron confiscados en las aduanas al entrar en el país.

La monja, a la que los anglicanos acusaron de ser un hombre disfrazado de mujer, distribuyó en este país libros prohibidos por la Iglesia de Inglaterra, arrancó pasquines antipapistas, dio cobijo a curas perseguidos y creó una congregación femenina católica.

Todo ello causó numerosos problemas a la corte inglesa de Jacobo I, deseosa de mantener la paz con España, y a los embajadores españoles Pedro de Zúñiga y Diego Sarmiento de Acuña.

Este último tuvo que protegerla en la embajada cuando el arzobispo de Canterbury, George Abbot, ordenó su detención.

La corte española dio instrucciones para que la monja saliera de Inglaterra y regresara a España, pero su quebrantada salud hizo que muriera en casa del embajador de su país el 2 de enero de 1614.