Al bailarín Carlos Acosta en casa le llamaban Yuli. Es el apodo que le puso su padre Pedro, un camionero que le contaba las historias de sus antepasados esclavos y que creyó que su hijo había nacido con un don para la danza. No se equivocaba aunque su Yuli quería ser Pelé. Bailaba en la calle, eso sí, pero las clases no le interesaban lo más mínimo. Pudo ser un claro ejemplo de talento desperdiciado pero al chiquillo le cambió el chip nadie sabe cuándo y la premonición de Pedro se hizo realidad. Carlos se convirtió en el mejor bailarín de su generación. Fue el primer cubano estrella de la Royal Ballet de Londres. El primer Romeo negro. Decían que volaba en el escenario. Lo consiguió todo, lo tuvo todo, pero hay algo con lo que su padre no contaba. Lo único que le interesaba a su Yuli era volver a casa. Su infancia había transcurrido lejos de su familia y jamás se lo perdonaría. Así que con los años regresó y fundó su propia compañía en su Cuba, donde era feliz. Casi tan feliz como fui yo esta semana después de ver la película que ha dirigido Icíar Bollaín sobre su vida. Otra vez he vuelto a salir llorando del cine. La primera del año. Ahora Carlos ronda los 46 y trabaja con su fundación para darle vida a aquel gran edificio de las artes con el que soñó Fidel y que quedó abandonado. Tuvo la suerte de volar durante años y ahora prefiere hacerlo en casa.

Otra que tal baila es Cristina D. Silveira (Cáceres, 1968). Ella también vive en el aire. Marca el paso de sus alumnas de ballet en la emblemática escuela en la que estudió en Cáceres y dirige desde hace 27 años su propia compañía de danza y teatro. Ya de pequeña veía a las niñas bailar en su calle. «Yo quería bailar como ellas». Mucho tuvo que insistirle la más joven de cuatro hermanos a su madre para que la apuntara a las clases de Sbelta, la academia que había abierto en los sesenta Ana María Hernando, una de las pioneras de la danza en Extremadura. Tenía 10 años. «La escuela para mí fue como entrar en un mundo mágico». Al contrario que Yuli, ella no fue a perder el tiempo. «Quería empaparme de todo». Recuerda que se colaba en las clases de las alumnas de más edad para aprender las técnicas. Le gustaba el dibujo pero se le daba especialmente mal así que se dedicó a dibujar con el cuerpo. Y ya componía «sin saber coreografías». Su talento precoz y su impaciencia determinaron que se convirtiera en la ayudante de la directora con tan solo 15 años. No se hubiera creído entonces que sería su sucesora décadas más tarde. De hecho, ella tenía claro que su camino era otro y se matriculó en Derecho para ser jueza. Pero como Acosta, Cristina estaba destinada a la danza así que colgó la toga y volvió a enfundarse las bailarinas. «Me empezaron a llegar encargos para espectáculos». Está convencida de que el ballet la eligió. Y ella no le negó nada al destino. Desde hace 35 años está al frente de Sbelta, ahora con más de un centenar de alumnos y con más disciplinas porque los tiempos han cambiado para todos. Aunque la danza nunca haya entendido ni de roles ni de géneros ni de edades. En su academia hay niñas y niños, pequeños y pequeñas de cuatro años y adultos que ven en el baile una vía de escape.

Ella es feliz entre las salas luminosas, los restos de resina en el suelo y los espejos de pared. Es capaz de describir lo que siente al bailar. «Entras en otra galaxia, es un acto íntimo en el que estás en plenitud». Insiste en que es un ejercicio para el cuerpo y para la mente. Sirve para «muscular las emociones». Hay «algo» en la gente que baila que no tienen los demás. Cristina está licenciada en la Royal Academy of Dancing pero como siempre fue un paso más rápido que los demás, estudió dirección escénica en la Esad y años más tarde decidió dar un paso adelante y fundar Karlik, su propia compañía de danza y teatro. Con ella, ha dirigido obras que se han presentado en treinta países. Con la compañía ha viajado a Argentina, Chile, Corea, Colombia o Francia. Volar, ha volado. Como Acosta. Se siente «afortunada». Pero tiene poco tiempo para pensarlo. Llega la hora de clase. Esta vez es para ella. «Hay que mantener el cuerpo», se dice. Lo que hay que hacer para seguir volando.