De mayor, cuando me jubile (si es que me puedo jubilar alguna vez) y tenga tiempo, me voy a dedicar a estudiar matemáticas financieras. O decoración de interiores. O ambas cosas a la vez, así mientras aprendo a leer la letra pequeña de las hipotecas, puedo ejercitarme en el conocimiento arcano de la perfecta ubicación de los puntos de luz. Entre tanto, mucho me temo que voy a tener que conformarme con poner cara de ausente cada vez que visito un banco o una tienda de muebles. En los primeros, por el impacto de la revelación de que los bancos son los amos del mundo. Ellos sí que saben de lo importante: tipos de interés, seguros, préstamos, amortización y penalizaciones, o sea, esas pequeñas cosas que pueden arruinarte la vida en un santiamén. Siempre gana la banca, dan ganas de gritar mientras maldices el momento en que decidiste estudiar letras. Qué pueden Demóstenes o Virgilio ante ese arte de birlibirloque de firmar algo que vas a pagar en cincuenta años, con techos y suelos de mentira, que no te benefician jamás. Y el tema decoración (como dice la mayoría) es más de lo mismo. Lo que es la tela rústica o lo que viene siendo un chifonier, una chaise longue, o una cómoda colonial ha acabado por superarme. No necesito una casa minimalista, zen o cálida. Solo busco un sofá, una mesa y cuatro sillas; pero, por lo visto, el concepto mueble no casa con lo que es o lo que viene siendo la comodidad. No quiero partirme el cuello sentada en una estructura triangular bajo halógenos convertibles mientras calculo cuánto pago de interés. Sé que hay vida más allá de las mesas auxiliares y las lámparas sin luz. Socorro.